EL NUEVO GOBIERNO.

En el número anterior de Noticias UNGS, el primero del presente año, decíamos que ante el inicio de un nuevo ciclo político en el país convenía tener un ojo alerta a la evolución de las políticas públicas y de las iniciativas gubernamentales en distintos campos. En esa perspectiva, en este número ofrecemos una consideración sobre las transformaciones en la representación gubernamental y en las políticas dirigidas al mundo del trabajo, una advertencia sobre el cambio de orientación en el campo de la política previsional y un análisis del pasado y del futuro de un programa cuya evolución ha sido seguida de cerca por los equipos de la UNGS: el “Conectar Igualdad”.

Ordenamiento moral del trabajo

El escaso tiempo transcurrido desde la asunción de la Alianza Cambiemos al poder alcanza para identificar la reconfiguración del mercado de trabajo en nuestro país, en torno a una mezcla de viejas y nuevas ideas sobre la cuestión. No es nuestra intención enfocarnos en los aspectos estructurales atinentes a la dinámica del mercado de trabajo, sino que lo que pretendemos es analizar el repertorio moral, los principios rectores de justicia y las formas de apelación al bien común subyacentes en las políticas vinculadas a la población trabajadora en el actual gobierno. En otras palabras, no vamos a hablar de la ola de despidos en el sector público y privado o del preocupante aumento de la tasa de desempleo sino sólo en función del modelo de trabajador que el macrismo pretende instalar como parte de la construcción de un nuevo sentido común.

¿En qué medida estamos frente a un nuevo modelo de configuración de las relaciones de trabajo? Evitando apelar a visiones muy extendidas que señalan que el actual modelo económico es idéntico al de los 90, consideramos que deben señalarse algunas diferencias respecto de dicho período que trascienden el plano económico y que se inscriben en el terreno cultural. El decenio 1991-2001 estuvo signado por la preeminencia de la negociación individual de las condiciones de trabajo y de salarización. Mientras que los obreros sufrían el desamparo por la casi inexistencia de convenciones colectivas de trabajo, los managers de grandes firmas podían negociar individualmente sus trayectorias laborales –carreras–, lo que les permitía obtener ingresos comparables a los de los países del primer mundo. En 2003, el gobierno kirchnerista reinstaló dos instituciones centrales en el mercado de trabajo: el Consejo del salario mínimo, vital y móvil y las paritarias. Dentro del ámbito del empleo registrado, los significativos aumentos en el salario mínimo impulsaron para arriba las escalas salariales de las paritarias. Aquellos que estaban acostumbrados a negociar sus carreras y condiciones de trabajo con el empleador de manera individual comenzaron a padecer la amenaza del estrechamiento de la brecha salarial que durante la década anterior se mantenía lo más amplia posible. Los “ganadores” del mercado de trabajo de los 90 se enfrentaban ahora a la amenaza a su distinción social, que en esta instancia se daba sólo en términos materiales, pero podía comenzar a verificarse también en el terreno simbólico. La visión del self made man o la creencia de que el éxito social es producto del mero “esfuerzo personal” –siendo la variable de distinción entre “ganadores” y “perdedores”– comenzó a verse minada cuando la nueva realidad laboral demostraba que la correlación de fuerzas –por caso, la de los sindicatos– forma parte integral de los procesos de estratificación social. Las convenciones colectivas de trabajo y la intervención del Estado en la regulación del mercado laboral vinieron a desmitificar el ordenamiento moral que primaba en los 90, basado principalmente en la meritocracia: las posiciones sociales “se merecen”.

Sin embargo, como ya dijimos, esta época no es una repetición de la menemista. El desembarco de CEOs de grandes firmas en la gestión de diversos organismos del Estado a partir de la asunción del nuevo gobierno constituye uno de los hechos más novedosos de la política nacional y marca una diferencia con los años 90, cuando la incorporación de dispositivos y herramientas de gestión de la fuerza de trabajo en el Estado estaba regida mayormente por individuos cuyas trayectorias profesionales provenían del campo de la política y que operaban con un ethos particular, propio de la esfera de lo público.
En el contexto actual, más que analizar cómo se incorporan lógicas de acción y de gestión propias del sector privado dentro de la esfera pública, resulta más pertinente comprender el nuevo ethos social y las formas de pensar el bien común de aquellos que hasta no hace mucho tiempo integraban la cúpula empresarial de nuestro país y ahora ocupan posiciones claves en el Estado. Muchos de ellos, además, son los encargados de implementar políticas que reconfiguran de manera dramática el mercado de trabajo.

Los procesos de reclutamiento de personal, de evaluación del desempeño, así como el desarrollo de la carrera en el seno de las grandes burocracias corporativas en la Argentina, tienen como eje articulador formas legitimadas y principios rectores de distribución de justicia basados en el mérito individual que cada cual debe demostrar para ocupar –y mantener– sus puestos de trabajo. La medición del desempeño –es decir, lo que cada uno “merece” recibir como contrapartida a su performance– incluye criterios de evaluación tan lábiles, subjetivos y arbitrarios como el esfuerzo, las habilidades innatas y adquiridas y el compromiso con la organización. Es ocupar –y mantener– sus puestos de trabajo. La medición del desempeño –es decir, lo que cada uno “merece” recibir como contrapartida a su performance– incluye criterios de evaluación tan lábiles, subjetivos y arbitrarios como el esfuerzo, las habilidades innatas y adquiridas y el compromiso con la organización. Estos principios obturan la posibilidad de cualquier negociación colectiva de los criterios de retribución –y de sanción– a la población trabajadora. El nombramiento de directivos de grandes empresas en diferentes organismos públicos trajo aparejado un profundo cuestionamiento de la praxis laboral del empleo estatal –y privado–, lo que no hace sino resaltar la actualidad de una temática tan naturalizada en el mundo empresarial. En efecto, ¿cómo se concilian los objetivos individualistas de las empresas –la tasa de ganancia, la productividad y el valor de las acciones, por ejemplo– con los criterios colectivos de utilidad social y bienestar común presentes en el Estado? ¿Cómo afectan ambas lógicas –y sus diferentes objetivos– la configuración actual del mercado de trabajo? Según los postulados del empresariado local, el mercado de trabajo no sólo debe autorregularse, encontrando el nivel de empleo –y de desempleo– de “equilibrio”, sino que también tiene que funcionar como disciplinador del trabajador para que se adecúe al nuevo ordenamiento moral –meritocrático–, al tiempo que se habilita un tratamiento en términos de vulnerabilidad de aquellos que no se adaptan a la nueva realidad laboral.

¿En qué medida se impone analizar este nuevo escenario como una fatalidad a la que es imposible enfrentar? En este sentido, apelar a la capacidad de movilización de la sociedad civil argentina puede convocar a reflexionar en torno a la posibilidad de proponer modelos de justicia alternativos al meritocrático para el desarrollo de las trayectorias laborales. En rigor, es difícil que una sociedad que pretende disminuir sus niveles de desigualdad social siga apelando al ideario individual del progreso que persistentemente transforma la herencia en privilegio social, por evocar a Bourdieu. En efecto, la batalla debe darse en el plano cultural, desterrando de una vez por todas ese “acto de fe” que es la meritocracia y la creencia en que el mero esfuerzo individual es el fundamento del éxito social, negando que la realidad demuestra permanentemente que la pertenencia a los grupos privilegiados de la sociedad es el mejor reaseguro para mantener el prestigio y la distinción social.
Propender a un mercado de trabajo con igualdad de oportunidades para todas y todos implica necesariamente abocarse a mejorar las condiciones de vida de las mayorías que les permita acceder a las mismas oportunidades que las clases acomodadas. Esa es precisamente la tarea pendiente.

Diego Szlechter (IDEI)

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