Editorial

5 mayo, 2020 - 10 minutes read

POR PABLO BONALDI.

 

La pandemia azotó a nuestras sociedades cual rayo que cae en un día de cielo despejado. Nos tomó por sorpresa y sin ninguna previsión. Desde el comienzo de la crisis sanitaria a nivel global, gobiernos e instituciones han ido tomando decisiones que parecieron ir detrás de los hechos consumados antes que poder anticiparlos. Las características del nuevo virus, su velocidad de contagio, su alta letalidad, su capacidad de mutar, generaron un escenario de profundo desconcierto. Cada país implementó una estrategia diferente para enfrentar la pandemia y la fue reformulando a la luz de los nuevos datos y de la evaluación de la situación epidemiológica local. Las consecuencias, en términos de pérdidas de vidas humanas, son muy dispares en cada territorio. Nuestro país, como el resto de la región, tuvo la ventaja de tomar decisiones habiendo visto la experiencia de los países asiáticos y europeos. Luego de algunas vacilaciones iniciales, el gobierno nacional adoptó un conjunto de medidas muy restrictivas tales como el cierre de las fronteras o el establecimiento del aislamiento social, preventivo y obligatorio de buena parte de la población. Esta última decisión, en particular, implicó una profunda reorganización de todas las actividades en los diferentes ámbitos de la vida social.

En ese contexto, las universidades nacionales debimos afrontar, en un brevísimo plazo, un doble desafío. Por un lado, reorganizarnos para seguir llevando adelante las actividades sustantivas que nos son propias, entre ellas, la más importante, la de formar a las nuevas generaciones. Tomamos la decisión colectiva de sostener la continuidad pedagógica y, de modo inmediato, todos los integrantes de la comunidad universitaria nos pusimos a trabajar para poder continuar nuestra actividad formativa a distancia, y para hacerlo de una manera y con unos recursos que permitieran contener a la mayor cantidad de estudiantes y que atenuaran las profundas desigualdades en el acceso a la tecnología, que no es sino una expresión de las profundas desigualdades sociales que caracterizan a nuestras sociedades. Sostener el vínculo con los estudiantes, aun en un contexto de enormes dificultades, fue la manera que encontraron nuestras instituciones para intentar poner algo de previsibilidad, de sostén institucional y de organización de la vida cotidiana en momentos en que priman la incertidumbre, la zozobra y las amenazas.

Por otro lado, las instituciones universitarias articulamos muy rápidamente con las autoridades nacionales, provinciales o locales para poner todos nuestros recursos a disposición de las políticas públicas destinadas a prevenir o mitigar los efectos de la pandemia. Pero la situación de crisis y la voluntad de colaborar despertaron una energía creativa colectiva que dio lugar, en cada universidad, al surgimiento de una multiplicidad de iniciativas autónomas, espontáneas e innovadoras que rebasaron ampliamente cualquier intento de planificación inicial. Su cantidad y variedad fue tan grande que cualquier intento de enumerarlas resultaría fragmentario e insuficiente. Una mirada sistemática sobre el conjunto de esas intervenciones, tarea que tenemos pendiente en el Consejo Interuniversitario Nacional, permitirá tener una cabal dimensión de la fortaleza y las potencialidades del sistema universitario y de su extendido alcance territorial.

Sería prematuro en este momento intentar un balance, pero me apresuro a adelantar una opinión favorable. Creo que las universidades nacionales estamos afrontando ese doble desafío que se nos presentó en el corto plazo con enorme compromiso y responsabilidad institucional. Ahora bien, a medida que vamos atravesando la emergencia sanitaria y conseguimos, con esfuerzo, empezar a poner nuestro foco de atención en el futuro cercano, en ese momento tan ansiado de salida de la cuarentena, de retorno a las actividades presenciales, se nos hace cada vez más evidente que no va a ser una simple “vuelta a la normalidad”, que debemos prepararnos para un escenario más difícil, más complejo y con problemas a los que nunca antes nos habíamos enfrentado. Se me ocurre que en los próximos meses las universidades vamos a enfrentar nuevamente un doble desafío, que tal vez requiera de nosotros más lucidez, reflexividad y organización que las que dispusimos para enfrentar los objetivos en el corto plazo,

Tal como comienza a vislumbrarse, la vuelta a las actividades presenciales va a estar marcada por más restricciones y limitaciones que las que nos gustarían. El distanciamiento social y otras medidas profilácticas van a impactar en el conjunto de la vida social, condicionando fuertemente desde la movilidad en el transporte público hasta el uso de las aulas u otros espacios físicos. Todo ello nos forzará, muy probablemente, a tener que implementar estrategias de enseñanza-aprendizaje que combinen las modalidades presenciales con las virtuales. El primer desafío entonces, en los próximos meses, será pensar cómo continuamos ofreciendo una formación de calidad en este nuevo contexto, asegurando que resulte accesible para la enorme mayoría de nuestros estudiantes. Sabemos también que las condiciones de vida del conjunto de la población, incluidas las de los propios estudiantes, se verán deterioradas. Lo cual, sumado a la reducción de las horas presenciales y a las dificultades de acceso a la tecnología, puede implicar mayores dificultades para avanzar en sus trayectorias académicas y para conseguir graduarse. Tendremos que elaborar diagnósticos certeros, repensar nuestros dispositivos de apoyo y acompañamiento, reorientar recursos, en definitiva, poner toda nuestra inteligencia y voluntad colectiva para continuar garantizando el derecho a la educación superior.

El futuro tiene mucho de incierto. Sabemos, porque no se requiere de ninguna pitonisa para ello, que las condiciones económicas y sociales a la salida de la crisis sanitaria serán mucho peores que las que teníamos antes de entrar en ella. Que, por cierto, ya eran bastante complejas y preocupantes. Las sociedades en su conjunto, es decir, los Estados, las unidades productivas y las familias, saldrán de la crisis más pobres, más endeudadas y con menor capacidad de atender a las demandas. Por lo demás, las formas que asuman las sociedades post pandemia, las políticas que se desplieguen y el modo en que se distribuyan las pérdidas son el resultado de un juego aún abierto. Dependerán en gran medida, como siempre sucede, de las correlaciones de fuerzas entre grupos o sectores sociales, de sus capacidades políticas. Y también de las explicaciones y los sentidos que se construyan en torno a la pandemia, de cómo se lean sus causas y se ponderen sus efectos, de las lecciones que nos propongamos extraer de ella y de los recaudos que decidamos tomar para evitar su reiteración.

Y este es el segundo desafío enorme que tendremos que asumir las universidades: utilizar eficazmente los conocimientos que producimos y los recursos con los que contamos para intervenir en esos debates, para poner en circulación unos sentidos y unas interpretaciones, unos modos de explicar lo que pasó, que ayuden a repensar el lugar del Estado y de las políticas públicas, que adviertan sobre los riesgos de acentuar una concepción marcadamente individualista, que se nutran de los procesos que se dan en el territorio y que habiliten a pensar la construcción de proyectos comunitarios alternativos y formas de organización social más solidarias. En definitiva, la tarea que tenemos por delante no es otra que la que esta Universidad ha venido desarrollando desde sus inicios, solo que ahora en un contexto de pandemia. Esta publicación, en su nuevo formato, es una herramienta más para intervenir en esas disputas por dotar de sentido, para proponer unas interpretaciones que contribuyan a la construcción de una sociedad más democrática, justa e igualitaria.