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Durante todo este año 2015 las ediciones de Noticias UNGS ofrecieron a sus lectores las enseñanzas y reflexiones del profesor Roberto Amigo –investigador docente del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad y responsable de los cursos de historia de la pintura que se dictan en su Licenciatura en Cultura y Lenguajes Artísticos– sobre el puñado de piezas especialmente relevantes de la historia del arte plástico rioplatense cuyas reproducciones en gran tamaño lucen en los muros de los edificios del Campus de Los Polvorines: después de Un episodio de la fiebre amarilla, de Blanes, de Manifestación, de Berni, de La anarquía del año 20, de Noé, y de Sin pan y sin trabajo, de De la Cárcova, es el turno ahora, en esta última entrega de la serie, de La terraza, de Pablo Suárez.

Pablo Suárez, protagonista fundamental de la pintura argentina desde los años sesenta, desarrolló a inicios de la década de los ochenta una nueva imagen, acorde con el regreso de la pintura expresionista que se verificaba en esos años, en la que transitó entre el grotesco y el camp con un imaginario propio que desdibuja los límites entre la cultura popular y la erudita.
Su formación había sido principalmente autodidacta, con la experiencia de haberse desempeñado como asistente de Antonio Berni y también de un viaje clave a Estados Unidos, en 1965, que al regreso lo impulsa a integrarse a la vanguardia experimental. Por ejemplo, junto con Marta Minujín y Rubén Santantonín desarrolla La Menesunda, que obligaba al público a una experiencia multisensorial, y el happening Un día de nuestras vidas. De la rápida banalización de estas prácticas –que se relacionaban con posturas existenciales y de arte participativo– se aleja por el propio proceso de radicalización de los tiempos. El arte no solo no debía ser disociado de la lucha política, sino que hasta debía utilizar sus tácticas de acción y propaganda.
Entre las obras de activismo de los años sesenta ocupa un lugar fundamental la carta de Pablo Suárez a Jorge Romero Brest, director del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella, que implica la primera gran ruptura: nada que se realice dentro de la institución artística tiene la posibilidad de no ser asimilado por la misma. Por lo tanto, los nuevos lenguajes artísticos solo pueden ser un “arma” fuera de ella. Desde este marco conceptual Suárez participó en Tucumán Arde, la acción de contrainformación realizada conjuntamente por las vanguardias de Buenos Aires y de Rosario, en el contexto de la radicalización de 1968.
Desde luego, la pintura de los años ochenta se afirma en distintas genealogías, y Suárez es uno de los artistas con mayor conciencia de la historia del arte argentino, de un realismo que puede identificarse como una marca visual, identificadora. En este caso, luego de su ruptura con las prácticas conceptuales de los años sesenta, Suárez realizó pinturas (en un exilio interior en San Luis) en las que recupera paródicamente la obra de Fortunato Lacámera, Alfredo Gramajo Gutiérrez y Florencio Molina Campos. De estos dos últimos deriva esa potente combinación de realismo, de aguda observación de la sociedad –mejor dicho, de un recorte de ella: de un determinado espacio territorial que genera relaciones sociales específicas– y el humor. Humor que no atraviesa la obra de Antonio Berni, pero que le aporta a Suárez la fuerza visual del grotesco. Si los cuerpos de Berni están marcados por una sexualidad afirmada en los valores heteropatriarcales, aunque funcione como crítica al consumo capitalista, en Suárez, por el contrario, hay una libertad que se expresa desde el homoerotismo, desde la celebración del chongo barrial. Entre 1981 y 1985, Suárez vivió en Mataderos, en un barrio popular que le permitió una nueva observación de la realidad, y un nuevo imaginario que es acompañado por una factura que supera los límites de lo pictórico.
La terraza, resuelta con potentes diagonales, colores vibrantes y figuras expresivas de sexualidad caricaturesca, es una escena que parodia un tópico del género costumbrista del arte argentino: el asado. Suárez –cuya exposición de la obra en 1983 fue censurada por la dictadura militar– anuncia con su tratamiento festivo del asunto el próximo final del régimen: la libertad bajaría de estas terrazas hacia la calle con sus cuerpos de sexualidad exuberante. Roberto Jacoby, otro artista central desde los años sesenta para comprender la deriva del artista, solía hacer estas reuniones en su terraza, por lo que otra posible lectura es la expresión visual de esta nueva sociabilidad de los artistas, que, en palabras del propio Jacoby, debían impulsar una “estrategia de la alegría”.

Suárez es uno de los artistas con mayor conciencia de la historia del arte argentino, de un realismo que puede identificarse como una marca visual.

Esta actitud estética festiva es de fuerte impacto durante todos los ochenta y es el núcleo central de la práctica estético-política cotidiana. La recuperación del cuerpo como alegría, como vínculo con el otro –que también podía darse en el ritual de la movilización urbana– era en los años ochenta una demanda política de enorme intensidad: ante el fin de un poder que se había establecido sobre cuerpos torturados y desaparecidos se danzaba. Es posible observar un vitalismo exacerbado dentro del sistema artístico, que implica no solo la representación y el modo de representar, sino también la sociabilidad entre los artistas, que incluye nuevas construcciones que superan los propios círculos generacionales. El arte es una práctica relacional en los ochenta, que puede ser vindicadora y festiva a la vez. De este modo, hacia el fin de la década Pablo Suárez expone conjuntamente con Marcelo Pombo y Miguel Harte, artistas fundamentales de lo que se denominó “arte de los noventa”, la estética del Rojas (galería del Centro Cultural de la Universidad de Buenos Aires).

 

SE VA A ACABAR, SE VA A ACABAR…

La Terraza_opt Pablo Suárez, La terraza, 1983, acrílico sobre tela,
236,5 cm x 177,5 cm
Colección del Museo Nacional de Bellas Artes, donación de la Fundación Antorchas, 1989.

Pablo Suárez, artista central desde los años sesenta, a comienzos de los ochenta desarrolló una nueva imagen, acorde con el regreso de la pintura expresionista, en la que transitó entre el grotesco y el camp, con un imaginario propio que desdibuja los límites entre la cultura popular y la erudita.
La terraza, resuelta con potentes diagonales, colores vibrantes y figuras expresivas de sexualidad caricaturesca, es una escena que parodia un tópico del género costumbrista del arte argentino: el asado.
En esta tela –cuya exposición de 1983 fue censurada– Suárez anunciaba con su tratamiento festivo del asunto el próximo final de la dictadura que había ensangrentado el país durante siete años: la libertad bajaría de esas terrazas hacia la calle con sus cuerpos de sexualidad exuberante.