TEATRO.

En julio se desarrollará la décima edición de la ya muy instalada “Fiesta de Vacaciones”, el encuentro que anualmente organiza el Centro Cultural de la UNGS, donde se pone en escena una diversa y estimulante producción teatral para niños. Los números redondos invitan a la reflexión, y Sandra Ferreyra, investigadora docente del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad, nos ofrece aquí la suya, en torno a las formas y los tonos de este tipo de expresión artística tan particular.

En el vasto y heterogéneo universo de la producción escénica actual, el teatro infantil constituye una práctica artística dinámica cuyas transformaciones y desplazamiento son indisociables de las perspectivas que los adultos adoptan cuando dirigen su mirada hacia la infancia. No porque a este teatro le sea necesario ubicarse en una de esas perspectivas sino porque, por el contrario, su desarrollo ocurre cuando los espectáculos logran sustraerse aunque sea por un breve momento a la mirada vigilante de los adultos. Sin dudas, los aliados imprescindibles de esa fuga son el juego y la distancia estética que aparece apenas el artista se percata de que lo que indefectiblemente diferencia al público infantil del público adulto es la capacidad para percibir la mixtura, el mestizaje o la monstruosidad en sí mismos, sin subordinarlos a un orden dado.

En este sentido, a partir de los años sesenta surgen en nuestro medio expresiones del teatro infantil que fortalecen la resistencia a concebir la infancia como un espacio idílico preservado de los embates de la realidad y el interés por expandir la percepción extrañada que es propia del mundo infantil. María Elena Walsh y Hugo Midón son dos de las caras más visibles de ese fortalecimiento: mientras que la primera construyó un mundo absurdo en el que las convenciones y valores de la sociedad contemporánea aparecían exhibidos y trastocados (pensemos por ejemplo en “El mundo del revés” de Doña Disparate y Bambuco), el segundo puso en escena conflictos sociales e históricos entrecruzando el lenguaje del clown y la comedia musical (nos referimos a espectáculos muy recordados como La vuelta manzana o Vivitos y coleando). Ambos compartían –además de un sofisticado manejo de la articulación de lenguajes artísticos diversos como la música, la plástica, la poesía, la danza– una concepción progresista de la infancia que se oponía a dos frentes: por un lado, al representado por la adaptación de los cuentos tradicionales, que, amparados en el “Había una vez…”, le ofrecían a la platea infantil un imaginario desconectado de sus experiencias más próximas (el mundo cinematográfico de Disney es la cara más visible de este frente, que también tiene su lugar en la escena teatral); por otro lado, al encarnado por personajes televisivos como Carlitos Balá, que, con recursos de la actuación popular y circense (“mamá, ¿cuándo nos vamos?”, como latiguillo de un personaje) y una finalidad didáctica (el chupetómetro), lograban establecer un vínculo muy fuerte y genuino con la platea infantil.

Decimos entonces que para pensar el teatro infantil actual es indispensable volver sobre su pasado reciente, puesto que es de aquellos desplazamientos y tensiones en torno a la infancia de donde extrae su potencial expresivo. Los espectáculos infantiles hoy siguen buscando un modo de vincularse con los niños que aproveche esa capacidad, de la que hablábamos al principio, para percibir lo que todavía no ha sido clasificado, lo que se mueve entre dos lenguajes (el relato y la música) o entre dos mundos (el de las personas y el de los objetos; el del sueño y el de la vigilia). Así, artistas infantiles como Luis María Pescetti toman recursos que vienen de la actuación televisiva y los articulan con un lenguaje poético asimilable a la producción de María Elena Walsh, y otros construyen sus personajes combinando elementos del imaginario popular con elementos del imaginario culto, como lo hace en este rincón del conurbano la obra Don Cartone, Sancho Lata y Musiquito, de Los Hermanos Guerra. Del mismo modo, los cuentos tradicionales sirven muchas veces de soporte desvencijado para escenas nuevas desarrolladas a partir de lenguajes escénicos que se acercan desde sus propias reglas al perseverante “Había una vez…”.

Es la fundación de nuevos territorios a partir del mestizaje lo que diferencia al teatro infantil de las superproducciones derivadas de productos televisivos que basan su éxito en la estilización de la infancia (Chiquititas, Floricienta). Por eso es tan importante para el desarrollo de este género la recuperación de restos culturales que vienen de lugares estéticos diversos e incluso enfrentados: porque en esa mixtura se alejan del esteticismo y ganan en expresividad.

Sandra Ferreyra.
Investigadora del IDH.