EL NUEVO GOBIERNO.
En la década pasada, la llamada revitalización sindical dio cuenta del poder de recuperación organizativo, institucional, económico y político del sindicalismo. Dicha revitalización se extendió, incluso, a la agremiación de nuevos sectores (sobre todo de servicios) y a la expansión del sindicalismo de base en actividades cuyos sindicatos han manejado por largas temporadas la representación de sus trabajadores. Esa experiencia, que fue muy importante, tuvo sin embargo mayor impacto sobre los trabajadores formales que sobre el grueso de los trabajadores inscriptos en las varias formas del empleo precario, introducido por las políticas de flexibilización laboral en los noventa y con fuerte arraigo desde entonces.
En estos cuatro meses de gestión, la política laboral del gobierno de Mauricio Macri se ha caracterizado por recortar el volumen del empleo público, condicionar las negociaciones salariales para controlar la inflación, y aspirar a una regulación de las tensiones laborales por obra de los vaivenes del mercado. Así, entre los desafíos del sindicalismo argentino en los tiempos por venir hay, por lo menos, dos que son insoslayables: preservar las instituciones recuperadas y/o adquiridas en la década pasada para mejorar condiciones de trabajo y salarios de los trabajadores, y alcanzar la sindicalización de quienes carecen de toda forma de organización gremial. Este último es, actualmente, el punto ciego del sindicalismo y en su resolución se juega el futuro de la organización de los trabajadores en el capitalismo de este siglo. En qué medida podrán sortear aquella inercia los sindicatos es una incógnita. Sobre todo, cuando sus respuestas a las medidas oficiales reproducen las prácticas típicas de unos actores acostumbrados a determinadas reacciones colectivas, y preocupados por la preservación de sus ventajas organizativas.
Tomando la voz política-corporativa de estas organizaciones, que se expresa por sus centrales obreras, tenemos, de un lado, las tres vertientes de la CGT, que sólo después de haber observado pasivamente las suspensiones y despidos de miles de trabajadores reacomodaron sus prioridades, ubicando la “emergencia laboral” por sobre la reforma de las escalas del llamado impuesto a las ganancias. Si consideramos que dicha demanda beneficia solo a un segmento reducido de los trabajadores, podemos advertir cuán estrecho es el alcance organizativo de la CGT sobre el conjunto del universo laboral y cuánto puede afectar en lo mediato su influencia sobre los asuntos del trabajo, al margen de su división o unidad. Del otro lado, las dos CTA procuran relegitimar su lucha histórica mediante la organización de las varias capas de precariedad que definen hoy al mercado de trabajo (y eventualmente también a los desempleados), pero con las mismas herramientas organizativas que las vio nacer hace ya más de veinte años sin conseguir muchos logros, antes y ahora, para contener esa situación. También en este caso, al margen de su división o unidad.
Es probable que junto a las protestas sindicales surgidas en la industria, los servicios y el sector público, se incremente el conflicto social por el ajuste y el desempleo. Las reuniones de sindicalistas con legisladores en el parlamento y las movilizaciones que sus organizaciones han promovido para canalizar el descontento constituyen gestos, valiosos, con que llamar la atención ante el escenario crecientemente dramático que montó el gobierno en tan poco tiempo. Que no quede solo en eso. Importa subrayarlo: la mayoría de los trabajadores no están organizados, esto es, carecen del respaldo colectivo necesario para defender su trabajo, sus condiciones laborales y salariales.
Martín Armelino (IDH)
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