ENTREVISTA A MARÍA PIA LÓPEZ.
Socióloga, ensayista y novelista, participante activa en algunos de los movimientos más originales y renovadores de la vida pública argentina de los últimos años y protagonista de una destacada experiencia de gestión de la Biblioteca Nacional, María Pia López dirige desde hace varios años el Centro Cultural de la Universidad. En este diálogo conversó con Noticias UNGS sobre su formación, sus maestros, su obra y su trabajo actual.
–Contanos sobre tu infancia. En Trenque Lauquen, ¿no?
–Sí. Una ciudad agropecuaria del eje católico conservador de la ruta 5. Me bautizó el obispo Ogñenovich y fui a una escuela católica. Pero Trenque Lauquen tenía (y sigue teniendo) una vida rockera, disidente, centrada en los sectores juveniles. En ese mundo, tuve el horizonte único de venirme a Buenos Aires, donde con mis compañeros de colegio y de generación veíamos la posibilidad de una vida distinta. Llegué en 1988, sin un peso. Soy estrictamente primera generación de universitarios. En mi familia no había estudiantes universitarios. Un primo, bastante más grande, sí se había ido a estudiar a La Plata, pero fue detenido desaparecido. La Universidad, para mi familia, estaba asociada a ese tipo de riesgo vital. Vengo de una familia de militantes radicales, pero siempre estaba ese miedo. Me radiqué en Wilde, e hice el CBC en Avellaneda, una sede pequeña, que recién arrancaba y estaba atravesada por las luchas del momento Esa vida política activa era un atractivo de Buenos Aires. El otro era su vida cultural: mi segundo aprendizaje, después de la UBA, fue el Centro Cultural Rojas.
–Todavía se vivía el entusiasmo de la “transición”.
–Sí. Junto a la inestabilidad política y económica del final del gobierno de Alfonsín se vivía aún algo de ese entusiasmo. En los 90 ya no: la crisis se cierra del peor modo, y toda esa diversidad de actividades culturales empieza a clausurarse. Los 90 son más desérticos que los 80. Estábamos todo el tiempo en la calle, peleando, marchando, y la respuesta del gobierno era “no nos importa”. El primer gobierno de Menem fue muy drámatico. La cosa empieza a cambiar en la segunda mitad de los 90: la irrupción de HIJOS cambia el campo de los DD.HH, lo vuelve mucho más conflictivo, y el movimiento piquetero genera un campo muy interesante para pensar y actuar.
–En ese contexto se va consolidando tu formación y tu ingreso a la vida académica.
–Después de intentar con Ciencias Políticas y Psicología estudié Sociología. Me recibí en el 94, y esperé muchos años para hacer un doctorado. Mientras estudiaba trabajé de cajera de supermercado, de recepcionista, de secretaria en un estudio jurídico. En el 93 empecé a dar clases: en Teoría Social Latinoamericana, que dictaba Alcira Argumedo en Sociales de la UBA, y en el CBC. En el 92, un grupo de compañeros, entre ellos Horacio González y Eduardo Rinesi, empiezan a hacer una revista, El Ojo Mocho, que tuvo un impacto muy fuerte por el modo en que intervenía en las discusiones. Ambos habían sido mis docentes, y con ambos establecimos vínculos externos a la universidad. En el 94, con otros compañeros, me incorporé a El Ojo Mocho, donde había dos cosas que me interesaban mucho. Una era la pregunta por el destino de las ciencias sociales y el esfuerzo por evitar su cierre positivista. Nosotros nos reconocíamos más en la tradición de una sociología crítica y vinculada con la filosofía. La otra era la discusión con el creciente academicismo que se iba instalando en las universidades: la CONEAU, los incentivos, las categorizaciones, las revistas con referato…: todo un cerrojo a la vida intelectual y la escritura. Nosotros discutíamos eso. No nos categorizamos. Sigo sin hacerlo. Esas cosas son coercitivas, te encierran, te alejan el horizonte de las discusiones públicas. El Ojo Mocho sostenía justamente que las ciencias sociales tienen que tener ese horizonte. Lo otro, que para mí fue muy definitorio, era el vínculo con la crítica literaria. Todo el tiempo hablábamos de literatura, leíamos literatura, teníamos vínculos con escritores. Sobre todo con uno: David Viñas. Si Horacio era el intelectual mayor con el que pensábamos las ciencias sociales, David era el gran modelo de intelectual comprometido, que había constituido la máquina crítica más poderosa sobre la literatura argentina. Trabajábamos, pensábamos, leíamos mucho con él.
–¿Vos qué escribías?
–Crítica literaria. En el 97 escribí dos libros: uno, Mutantes, sobre el cuerpo, el lenguaje y el poder, y otro, con Guillermo Korn, sobre Ernesto Sábato. También escribí sobre Lugones. Esos libros son productos del trabajo con Viñas. Mucho más tarde me animé a la literatura como escritora. Recién en 2010 publiqué mi primera novela, No tengo tiempo. Lo único que tuve durante mucho tiempo fue el título. Venía diciéndole a todo el mundo que era novelista, sin obras. Cuando me preguntaban si había terminado de escribir, contestaba “no tengo tiempo”. Finalmente escribí esa novela para conjurar esa situación. Desde ese momento escribí una novela por año: Habla Clara, Teatro de operaciones y Miss Once. Cuando llegó el macrismo no escribí más novelas. Con la necesidad de escribir sobre temas de debate público volví por ahora al ensayo.
“Como docentes tratamos de fortalecer el pensamiento crítico y de abrir sospechas sobre lo dado: ese era el eje del Museo del Libro y de la Lengua, y está claro que no es el tipo de intervención cultural que caracteriza a este gobierno.”
–Además de El Ojo Mocho, en esos años editabas también otra revista.
–La escena contemporánea. Más pequeña, de intervención más política. Duró desde el 98 hasta 2003. El último número es 25 de mayo de 2003. La hacíamos con un grupo muy heterogéneo que hace crisis en 2003. Teníamos muchos acuerdos, pero en 2003 hacemos apuestas distintas respecto del gobierno que asume. En ese contexto, desde otra revista, El rodaballo, que dirigía Horacio Tarcus, nos acusan de vitalistas y nos recuerdan que el vitalismo siempre estuvo muy cerca del fascismo. Eso es interesante: a fin del siglo XIX y principios del XX hay una cantidad de obras, en la filosofía, que se engloban como filosofías de la vida, cuyos nombres centrales son los de Nietzsche, Bergson, Sorel. Todo eso fue muy fuerte e impactó mucho en la Reforma del18, en Deodoro Roca, en el mismo Manifiesto Liminar. Años después se acusaría a esas filosofías, críticas de la razón instrumental, de haber destruido las bases de la racionalidad y la democracia: es lo que hace Lukács en El asalto a la razón. Lo cierto es que nosotros éramos vitalistas a partir de la relectura que hace la filosofía francesa de todos estos autores, y de nuestro interés por los que habían sido nuestros vitalistas latinoamericanos. La escena contemporánea era el título del primer libro de José C. Mariátegui. Por cierto, sobre él me la he pasado escribiendo: lo último, en la colección “Pensadores de América Latina” de la UNGS.
–¿Y Lugones?
–Me interesaba cómo se construye una voz intelectual. En general se piensa a Lugones como alguien que empezó en el socialismo y terminó fascista. Yo quería ver en su obra los núcleos que permitían pensar esos pasajes. No con la idea de una conversión, sino para pensar qué hilos permiten entender la racionalidad de Lugones y por qué él es tan auténtico cuando dice algo como cuando dice lo contrario. Porque hay algo que Lugones no pierde en ningún momento de su producción: las ideas de orden y de jerarquía. De orden como armonía y de jerarquía como superioridad de unos hombres sobre otros. Su primer libro es de 1897, Las montañas del oro. La revista que edita con Ingenieros se llama La montaña: siempre esa idea de mirar desde arriba. El payador, que es un libro extraordinario, pone en ese lugar al gaucho. Al que por un lado convierte en un mito, y del que por otro lado dice que tenía que ser sacrificado porque era un bárbaro. Siempre esa tensión: la nación surge de la épica plebeya, pero al mismo tiempo dice “pero por suerte…”. Martínez Estrada lo vio muy bien.
–¿Cómo fue la experiencia del Museo del Libro y de la Lengua?
–Horacio González estuvo diez años en la dirección de la Biblioteca Nacional. Yo me sumé en 2007. Había un proyecto, preexistente, de crear un Museo del Libro. Fuimos entendiendo que debíamos incorporar el tema de la lengua. Existía en San Pablo un Museo de la Lengua Portuguesa que nos sirvió un poco de modelo. Empezamos a trabajar con la idea de pensar la lengua, porque nos parecía que a un Museo del Libro era muy difícil sacarlo de una versión más tradicional de la cultura. Queríamos pensar nuestro estar en la lengua. Desde el principio lo hicimos con la UNGS. Horacio era director de la Biblioteca y Eduardo Rinesi era rector de la Universidad. Veníamos trabajando juntos desde hacía tiempo, habíamos hecho una colección de libros, había un trabajo en común entre las dos instituciones. Y Eduardo nos dijo: “En la UNGS hay un equipo de lingüistas que puede ayudarlos”. Junto a nuestra asesora en temas lingüísticos, que era Ángela Di Tullio, empezamos a trabajar con Laura Kornfeld, de la UNGS, como responsable de los contenidos del museo. Y elaboramos juntos los materiales para el edificio de la BN y para la sala, más pequeña, del Museo de la Lengua que creamos aquí en la UNGS. Laura fue después la directora del ML de la UNGS, que hoy dirige Gabriela Resnik.
–¿Por qué se desmanteló el Museo de la Biblioteca Nacional?
–Hay varias discusiones. Una es sobre qué entiende el gobierno actual sobre la cultura, qué tipo de cultura favorece, qué tipo de cultura no le interesa. Nosotros partíamos de una idea democrático-plebeya de la cultura y enfatizábamos el carácter controversial de las cosas. Uno nunca muestra algo (un libro, por ejemplo) porque esté “bien”. Cuando mostrábamos un libro, por ejemplo, era para plantear el carácter de querella que implica cualquier lectura, cualquier producción. Como cuando trabajamos como docentes: se trata de fortalecer el pensamiento crítico y de abrir sospechas sobre lo dado: ese era el eje del planteo del Museo, y está claro que no es el tipo de intervención cultural que caracteriza a este gobierno. La otra discusión es sobre la lengua. Nosotros la habíamos enfocado con la idea, política, de que le lengua es hechura, y de que por lo tanto no se puede decir nunca si se habla bien o mal. No éramos normativistas. Eso era una discusión fuerte con el sistema escolar, con el que, por otro lado, teníamos muchos vínculos: no se trata de decir si los chicos “hablan bien”. Tercero: había una discusión muy fuerte con la Real Academia Española, que sigue regulando la lengua en América Latina de un modo absurdo, porque sigue arrogándose el derecho a hacer las gramáticas y los diccionarios que dicen cómo se habla bien y cómo se habla mal. Esa es la acción de la RAE, muy entramada con las editoriales transnacionales y las telecomunicaciones. Desde el Museo lanzamos, con la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y con muchos autores, escritores y activistas culturales, un manifiesto por la soberanía idiomática, apostando a generar modos de regulación propios. Ahora: para un gobierno que le pide perdón a España, que se arrepiente de la Revolución de Mayo, para un director de la BN que viene de la lengua más formateada del mundo editorial, esas ideas son intolerables.
–¿Cómo fue la experiencia de Carta Abierta?
–Carta Abierta surgió en abril de 2008, en medio del conflicto que se había abierto con los sectores agropecuarios a partir de la discusión sobre la 125. Surgió de un modo bastante clásico, como un grupo de escritores, intelectuales, que nos juntamos a decir cómo salimos a jugar en este contexto y escribimos una primer carta, que tuvo un efecto mucho más impactante que lo que cualquiera de nosotros hubiera imaginado. A partir de ahí, Carta se vuelve un fenómeno mucho más grande que su origen: se construye un proceso de asambleas, de reuniones periódicas, que llegaron a ser multitudinarias… Su interés radicaba en que era una voz que acompañaba la política del gobierno, pero mantenía una relación crítica, y aun ríspida, con él. Sin embargo, después de la primera carta, Clarín nos llamó “intelectuales k”. Fue un éxito de su parte y fue un fracaso nuestro no poder revertir eso. Quedamos entrampados en la partición que desde 2008 organizó la política argentina de un modo muy dramático: k o no-k. Fue un fracaso nuestro, porque Carta fue acotando cada vez más sus capacidades de intervención crítica sobre diversos temas. Como sea: fue una experiencia muy poderosa, por lo que significó para mucha gente, que vio en Carta la posibilidad de reconocerse públicamente como kirchnerista. No había un ámbito autodefinido como kirchnerista. La Cámpora apareció después. Esa virtud de Carta es también su límite. Yo estuve muchos años en Carta. Teníamos la asamblea quincenal y también una reunión de coordinación, integrada por algunos de nosotros, todas las semanas. Fueron años de mucha discusión con ese grupo de personas. Me decidí a irme porque cada vez estaba más cerrada la posibilidad de construir públicamente una voz crítica. Por la propia hipótesis de que el Gobierno siempre debía ser defendido, de que Cristina siempre estaba atacada por gente malísima y porque entonces cualquier cosa que se dijera iba a ser capturada por un dispositivo que nos excedía. La trampa era mortal, de todos lados.
–También esa experiencia la atravesaste con Horacio. Y hace poco le dedicaste un libro: Yo ya no. ¿Cómo pensás su figura?
–Horacio es la figura fundamental de Carta. Cada vez que se obturaba una discusión él escribía por la propia. Y después salía todo el mundo a matarlo a él porque había sacado los pies del plato y había cuestionado al gobierno. Es que Horacio tiene una libertad de pensamiento absoluta: piensa que solo se puede intervenir honestamente en la vida política llevando la lucidez crítica a su punto más alto. Definirlo siempre es difícil. Me sale hiperbólico, pero lo voy a decir: es el mayor intelectual de la Argentina. Gran profesor, nunca dejó de dar las clases más arriesgadas y más capaces de interpelar a sus estudiantes. Sigue haciéndolo. Al mismo tiempo, cuando asumió roles públicos no los disoció de su condición de intelectual crítico, de profesor, de escritor. Esa no renuncia, en ningún plano de la actividad, a asumir los mayores riesgos, es lo que lo vuelve una figura tan singular. Tiene además una generosidad extrema (puede impulsar escribir a todo el resto de la humanidad) y una obra increíble. Cuando Horacio estuvo enfermo sentí un temblor muy grande y por eso escribí ese libro. Él no quería. Por supuesto, se lo conté cuando ya estaba terminado. Después de que Horacio tuvo un accidente cerebro vascular, hace unos años, unos compañeros de la UBA organizaron algo que fue único: un homenaje que consistía en que 50 personas leyéramos (lo hicimos durante seis horas seguidas) otros tantos textos, cada uno sobre un libro o artículo de Horacio, en el aula magna de la Facultad. No hay otro profesor capaz de generar ese vínculo entre sus estudiantes, colegas, docentes que habían pasado por sus cátedras, escritores amigos: todos sentíamos que teníamos que estar ahí, como un agradecimiento a alguien que fue capaz de abrir horizontes de libertades que no existían en las instituciones. Llamo generosidad a esa capacidad para leer en los otros lo que los otros son. Para mí fue muy fuerte haber sido su alumna y habernos leído mutuamente durante todos estos años, porque es alguien que nunca lee a otro con desprecio, sino que siempre encuentra algo. Es una potencia democrática que me maravilla.
–Estás escribiendo sobre Ni una menos…
–Estoy escribiendo sobre los feminismos, sobre estos años de explosión de los feminismos en Argentina y en el mundo. Tratando de pensar qué novedades, conceptos e imágenes traen el movimiento de mujeres y los feminismos para pensar la política general. Ni una menos tiene, por supuesto, un lugar central, como nombre de un acontecimiento que a partir de 2015 toma un estado de masividad inédita alrededor de esa consigna. Esa fuerza se podría traducir políticamente tratando de pensar qué significa, en una sociedad que todo el tiempo está produciendo lógicas de muerte, de aniquilamiento, que todo el tiempo produce cuerpos de desechos, un movimiento de mujeres, lesbianas, travestis, trans, que insurge para decir que todos los cuerpos cuentan, para decir que somos frágiles, que nos están matando. Y que nos reunimos para hacer el duelo, pero que de ese duelo hacemos potencia común. En ese sentido, el movimiento de mujeres produce un tipo de intervención que es muy radical y fuerte para la política.
“Hay una generación de pibas de escuela secundaria que son hijas de las marchas de mujeres. Su educación política también está y pasa en las calles.”
–¿Siempre fuiste feminista?
–No, no me reconocía feminista. Empecé a pensar en relación con el feminismo cuando estaba dirigiendo el Museo del Libro y de la Lengua. Cuando empecé a trabajar con algunas compañeras escritoras alrededor del problema de la lengua, de todas las discusiones sobre cómo hablar. En el Museo teníamos que poder pensar cómo incorporábamos el reclamo de los movimientos que querían una diferenciación lingüística, teniendo en cuenta el entramado con el mundo de los y las lingüistas académicas que decían “esto no”. A partir de ahí se empezó a armar como una estrategia de más vínculos con los feminismos, con las intervenciones de los feminismos. En 2014, decidimos con un conjunto de escritoras hacer una primera maratón de lectura por el aborto legal, que funcionó bárbara, estuvo muy lindo. Dijimos “acá tenemos una herramienta, una invención que podemos hacer”, que es esto, juntarnos a leer, hablar, invitar gente para ponerles palabras a la cosa. En marzo de 2015, veníamos de una serie de asesinatos de chicas, de casos muy horribles de chicas que aparecían en bolsas de residuos. Fueron tres meses. Un delirio de brutalidad. Dijimos con estas compañeras: hagamos otra maratón de lectura. Y buscando un nombre dijimos: “que se llame Ni una menos”. Hicimos lo que sabíamos hacer, que era juntarnos a leer. Fue mucha más gente y vinieron muchos familiares de víctimas. Se notaba la sensación de que había que hacer algo más frente al crecimiento de los femicidios. Cuando aparece muerta Chiara Páez, una niña de 14 años asesinada por el novio porque estaba embarazada, y cuyo cuerpo aparece enterrado en la casa de los padres del novio, un grupo de periodistas nos avisaron y decidimos hacer una marcha, la del 3 de junio, que nadie pensó que iba a tener la magnitud que tuvo. Atravesé todo el proceso organizativo desde adentro. Siempre digo que me hice feminista ese día, 3 de junio. Era feminista pero en todo teníamos como cierta tibieza, en cómo estábamos interpelando, comunicando a esa marcha, y la calle sí era feminista de un modo absoluto. El feminismo eran todos los carteles, los cuerpos, el tipo de movilidad de las chicas. Ahí tuve la impresión de que había ahí una verdad que no se podía desconocer. Es una experiencia muy impresionante. Una trabajadora social en una escuela de la Boca me contaba un caso: una niña que fue a la escuela llorando, sin poder hablar de lo que le había pasado. Hasta que en un momento, en una entrevista, dice “Me pasó lo de Ni una menos”. Lo que intentaba narrar era un abuso hogareño. Cuando digo que me hice feminista el 3 de junio es porque además creo que eso que me pasó a mí le pasó a muchas. Hay una generación de pibas que están en las escuelas secundarias que son hijas de ese acontecimiento. Su educación política también pasa por las marchas de mujeres de estos años. Se forman en las calles. Todas nos formamos en las calles, pero es muy conmovedor verlo en las pibas, y en los pibes también. Es muy interesante lo que está pasando en términos generacionales: lo ves con el aborto. Hay algo que les resulta casi imposible de pensar a las pibas: “¿cómo puede ser que el aborto no esté legalizado?”.
–¿Cómo puede ser?
–Como dice la gente de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto, algo ya pasó y es muy importante, y es que el abordo se despenalizó socialmente. No hay condena social. Hoy los antiabortistas le piden a los legisladores que se animen a votar, y lo que yo pensaba es que ese pedido lo habríamos hecho nosotras dos años atrás. Ahora son los anti-abortistas los que están pidiendo que los legisladores se “animen”. Ya ganamos la pelea social, y todos saben que en las encuestas, en todos los mecanismos que tienen para medir qué está pasando, la sociedad está a favor del aborto. Y tenemos una militancia muy activa en las calles. Lo que pudieron hacer los sectores más conservadores de la Iglesia con el matrimonio igualitario, que fue mover a las escuelas católicas, no lo pueden hacer con el aborto. Ese triunfo es importantísimo. Hoy ves imágenes de escuelas donde todas las pibas tienen el pañuelo verde, subís al transporte público… Más jóvenes, más pañuelos verdes. Están las movilizaciones atrás, está la experiencia que todas hicimos del feminismo, pero también está la Educación Sexual Integral. Hubo una política pública que atravesó la escuela y que formó de otro modo a los pibes. Son cambios profundos. Eso me pone muy optimista.
–¿Qué balance hacés de tu gestión en el Centro Cultural de la UNGS?
–El Centro Cultural tiene una cosa media extraña. Tiene una sede en otro lugar, que no es en el Campus, y eso obliga a pensar cómo hacer para que el Centro Cultural sea parte clara de la UNGS. Eso significa, primero, que a las políticas culturales no se las piense solo en el edificio de Roca y Muñoz, en San Miguel, sino que el Centro Cultural pueda funcionar en el Multiespacio, en cualquier lugar del Campus y también en ese viejo edificio. Y eso exige ampliar nuestras estrategias hacia el barrio, la comunidad, los trabajadores, los activistas culturales, los estudiantes. Esa fue mi primer preocupación: cómo hacemos para que ese Centro Cultural sea vivido dentro de esa trama comunitaria que recrea la Universidad y tenga un modo mucho más fluido de integración. La segunda cuestión tuvo y tiene que ver con algo que empecé a sentir al trabajar acá, que era cierto déficit de historicidad. Me llamó la atención, en relación con cierto deterioro del edificio de Roca, que no apareciera la cuestión de qué significa la valorización histórica, patrimonial, la pertenencia a una zona. Empezamos a pensar que había algo que hacer en relación con la historia como parte de lo que hace densa y vital a una comunidad. Diseñamos estrategias: hablarle más al barrio, integrar más a los vecinos, tratar, con distintas herramientas (muestras de fotos, donaciones, talleres), de preguntarnos por la genealogía que nos construye. Este año, por ejemplo, el programa de radio está destinado a eso. Y después, tercero, el vínculo con los estudiantes: cómo hacer para que nuestros estudiantes sean partícipes activos de las actividades culturales. Como dice la profesora Sandra Ferreyra, que investiga y enseña sobre teatro en el Instituto del Desarrollo Humano: la experiencia estética es parte de la formación de los estudiantes. Eso es clave, y apostamos a generar cada vez más cosas, más actividades que puedan hablarles directamente a las y los estudiantes, no para reproducir el tipo de cultura que ellos consumen fuera de la Universidad, sino para tramar una experiencia que sirva a su propia formación. Este año tuvimos experiencias muy buenas con eso, en temas que van desde los Derechos Humanos hasta el lunfardo. La puesta de Galileo Galilei, con mucha relación con el sistema educativo de la zona. El programa “Marejadas”, las actividades de los dos museos… Ahora se presenta el Observatorio cultural, con todos los centros culturales alternativos de la zona. Esto en medio de un proceso, que se da con fuerza en San Miguel, de cierre y persecución de los espacios culturales, y que pone al CCUNGS ante una responsabilidad. Cuando asumió Gilberto Gil el Ministerio de Cultura de Brasil, en 2006, dio un discurso extraordinario, en el que decía que el Estado no puede hacer cultura, pero sí reconocer lo que hay de cultura viva fuera de él, en la sociedad. Creo que tenemos también, además de la de diseñar nuestros programas formativos y de todo tipo, la responsabilidad de tratar de que acá estén todos los que producen y piensan cosas en el territorio.
A.F. y B.L.