POR FERNANDO R. MOMO.

 

“La presencia de un gran reservorio de virus similares al SARS-CoV en los murciélagos de herradura, junto con la cultura de comer mamíferos exóticos del sur de China, es una bomba de relojería. La posibilidad del resurgimiento del SARS causado por otros nuevos virus de animales no debe ser pasada por alto, por lo tanto, es una necesidad estar preparados.”

Cheng y col. 2007, Clinical Microbiology Reviews, 20(4), 660-694.
 

 

La perspicacia acerca del pasado es una ciencia exacta, dice alguna de las obras de Edward Bloch a propósito de los derivados de la Ley de Murphy. Pero si bien tenemos el diario del lunes, produce un leve escalofrío leer la advertencia proveniente de la ciencia y al mismo tiempo del sentido común más básico y pensar que podríamos haber estado mejor preparados para lo que pasó. ¿O no? En realidad, entre otras cosas me propongo mostrar que, efectivamente, estábamos preparados, y que esa es la razón de que pudiésemos responder con una velocidad nunca vista ante un problema de una magnitud también fuera de la escala habitual.

Ni bien comenzó a extenderse la pandemia de Covid-19 y su síndrome respiratorio, nuevos términos y conceptos invadieron el habla cotidiana, los medios periodísticos, las redes sociales y los despachos de los funcionarios gubernamentales de más de cien países. Muy rápidamente incorporamos conceptos como la “tasa de duplicación”, el “R0”, el “achatamiento” primero y el “amesetamiento” de la curva después; empezamos a hablar de inmunidad, de modelos SIR, de presintomáticos, asintomáticos, incidencia, prevalencia…, en fin, toda una terminología epidemiológica que muchos ni conocíamos. De pronto arreció una nueva pandemia (no tan mortal), pero esta vez de epidemiólogos. Cualquier conductor/a de televisión pasó a hablar con enjundia de sofisticados modelos matemáticos o a evaluar la posible eficacia de diversas vacunas o de pruebas de diagnóstico. Eso sí, cuando hablaban les profesionales de la infectología o de la epidemiología, los mismos periodistas desautorizaban o despreciaban sus opiniones. Pero, ¿de dónde salió todo eso que inundó nuestro espacio comunicacional?

La verdad es que la epidemiología matemática es tan vieja como la epidemiología a secas. Ya en 1760 Daniel Bernoulli propuso un modelo basado en ecuaciones diferenciales para predecir la propagación de la viruela. Ronald Ross trabajó a principios del siglo XX con modelos matemáticos para predecir y controlar la malaria, y Kermack y McKendrick publicaron en 1927 un trabajo donde describen un modelo matemático de una enfermedad infecciosa muy parecido a los utilizados en el modelado de la actual epidemia (que agregan un período de latencia asintomático) y para calcular de manera preliminar el famoso “R” (el número reproductivo básico de la enfermedad). Pero claro, estos desarrollos teóricos venían también de la mano del conocimiento acuñado en el siglo XIX acerca de los agentes infecciosos de las enfermedades. Vale decir que las investigaciones en infectología y en epidemiología siguieron caminos complementarios y mutuamente enriquecedores.

Ante el Covid-19 sacamos a relucir todas nuestras armas probadas, calibradas y afinadas a lo largo que más de un siglo. Armas matemáticas y estadísticas, armas médicas y profilácticas, también armas moleculares e inmunológicas más modernas. El sistema científico mundial se activó velozmente y sacó provecho del conocimiento acumulado, estructurado y ahora rápidamente comunicado y socializado. 

 

Preguntas y ¿respuestas?

Esta explosión de prestigio y de consideración social hacia quienes hacemos ciencia e investigación planteó también varios riesgos y problemas. Uno muy crucial es la creencia popular en que “la ciencia” tiene respuestas para todo, precisas, confiables, exactas. Entonces todo el mundo quería (quiere) saber cuánto va a durar la pandemia, cuándo va a estar lista la vacuna, cuánto vale hoy el R y si es mayor o menor que 1, cuándo llega la “meseta”, a qué distancia viaja el virus en un estornudo, cuánto permanece viable en cualquier superficie y una lista interminable de etcéteras.

Y resulta que la ciencia se construye sobre la base de preguntas, no de respuestas, y que, además, un arte mayor en la investigación es manejarse ágilmente con el error, los errores, la incertidumbre en general. Todo lo que medimos tiene un error de medición, pero además hay errores de estimación, de predicción. Y además cualquier predicción científica, sobre todo hecha a través de modelos matemáticos, comienza con una estructura condicional: “si las condiciones se mantienen, entonces podemos decir que…”. Las ciencias no dan respuestas únicas, ni exactas, ni independientes de las condiciones. Este es quizás el punto más difícil de incorporar para el público y para los comunicadores (y también para quienes deben tomar decisiones y pagar los costos políticos por esas decisiones que toman). Ser asesor gubernamental no es una situación envidiable ni cómoda en este momento, pero ser funcionario/a es peor.

Pero, para colmo de males, muchos funcionarios se contradicen a sí mismos todo el tiempo, probablemente fruto de la tensión de la situación. Entonces, nos dicen que lo que hacemos hoy se reflejará en la dinámica de la enfermedad dentro de diez o quince días, pero si hoy hay una ruptura del aislamiento y mañana sube el número de casos consideran que una cosa es consecuencia de la otra; nos dicen que no hay que mirar los datos diarios sino las tendencias a largo plazo, pero festejan cuando los nuevos contagios bajan un día, e incluso afirman que “la curva se está amesetando”, declaración que queda desmentida al día siguiente por un nuevo repunte de casos reportados. Y no sólo los funcionarios hacen eso, ¡los científicos también! Un poco emborrachados por el éxito de público y las luces de las cámaras, olvidan que muchas conclusiones de los trabajos científicos son solo nuevas hipótesis, un poco más avanzadas que las previas. Y así aparecen quienes “predicen” cuándo se va a producir “el pico” usando modelos dudosos, flojos de papeles, o directamente derivados de análisis de big-data que predicen bien o mal los rebrotes de contagios con una impresionante eficiencia de más o menos el 50%. Quien quiera entretenerse puede hacer una colección de pronósticos fallidos en estos últimos seis meses, que por suerte pasan al olvido habida cuenta de lo desgraciado de la situación.

 

¿Entonces qué?

Entonces parece una buena oportunidad para evaluar el grado de responsabilidad con que la gente se toma las cosas. Hemos visto gobiernos que asumieron seriamente la cuestión de la pandemia y su posible costo en vidas humanas (nada menos), y que tomaron decisiones, tal vez no perfectas, pero responsables, sopesando sus ventajas, su eficiencia, su viabilidad. Y que confiaron y confían en equipos técnicos multidisciplinarios que, entre otros muchos méritos, no subestiman la complejidad del problema, pero tampoco esquivan su responsabilidad. Y paralelamente hemos visto gobiernos y gobernantes irresponsables e ignorantes que no parecen tener ningún problema en llevar adelante políticas que literalmente condenan a muerte a decenas o cientos de miles de compatriotas.

Y hemos visto periodistas que intentan aprender, entender, preguntar, informar seria y sinceramente lo que se hace en investigación, lo que pasa con la epidemia y lo que pasa en muchos lugares y muchos sectores sociales por culpa de la situación que la epidemia genera. Mientras tanto, también hay periodistas que argumentan falazmente, promocionan el consumo de venenos o niegan un problema que le acontece ¡a toda la humanidad al mismo tiempo!

Y vemos científicos y científicas que trabajan sin parar, estudiando además lo que sus colegas hacen en todo el mundo, para aportar elementos de posibles soluciones, paliativos, alarmas, cuidados. Sin que les importe demasiado el reconocimiento, o la posibilidad de acumular laureles académicos; sin que les desvele el financiamiento o la prioridad de los descubrimientos. Mientras hay también quienes “chapean” con la ciencia, se dan codazos para ver quién sale primero con la novedad o con el pronóstico, sin importarles demasiado qué consecuencias tenga todo eso en la sociedad y en la propia credibilidad de la ciencia.

Estamos en un momento de emergencia inédito, único, global, en el cual el peso de la palabra es enorme y la responsabilidad que tenemos todes en el ejercicio de la comunicación es extrema. Ya sabemos con qué facilidad se propagan noticias falsas, muchas veces con más repercusión que las verdaderas. Es en parte lógico, porque la verdad suele ser un poco más complicada y desalentadora que la fantasía o la mentira. Quienes detentamos responsabilidades educativas tenemos en nuestras manos material sensible y el imperativo ético de trabajar denodadamente por mejorar la comprensión del problema, por comunicar en forma comprensible sin trivializar el contenido, de establecer puentes que permitan transformar preocupaciones y angustias en reflexiones y acciones útiles. Útiles en términos de supervivencia y en términos de solidaridad. Es bueno mantener el ánimo pero muy peligroso negar las evidencias y los riesgos. En este sentido, las respuestas institucionales del sistema universitario argentino pasarán a la historia grande.

Y una vez más, como cuando hubimos de enfrentar enemigos de otra laya (y de otro nivel de organización, distinto al viral), las respuestas colectivas de nuestra sociedad pueden hacer para muchos la diferencia entre la vida y la muerte.

 

 

25/08/20