POR DIEGO SZLECHTER.

 

 

Las Ciencias Sociales en nuestro país han recibido todo tipo de cuestionamientos a lo largo de los últimos años. Promovidas por premeditadas campañas de desprestigio de la labor de investigación en temas fuera del alcance de las ciencias “duras”, las críticas apuntaban a dos cuestiones centrales: el hedonismo rampante en la elección de objetos de estudio sin aparente relación con cuestiones sociales acuciantes y la carencia de toda utilidad e impacto social de sus resultados.

En su famoso texto titulado El político y el científico (Alianza, Madrid, 1993) Max Weber mostraba un contrapunto con Tolstoi, negando que el sentido de la ciencia fuera el de brindar respuestas para las únicas cuestiones que aparentemente importaban: qué debemos hacer y cómo debemos vivir. En este sentido, el pensador alemán se planteaba qué podía aportar la ciencia para la vida práctica y personal. Entre otras cosas, la ciencia (especialmente la social), tiene la capacidad de suministrar normas para razonar de manera de lograr que nuestros oyentes puedan discernir entre tal o cual postura práctica que deba adoptarse para afrontar un problema de importancia. No es propio de este campo del conocimiento proporcionar recetas para lograr determinados fines prácticos, sino que la labor del cientista social es la de encontrar el sentido y la visión del mundo detrás de las prácticas. En otras palabras, se trata de ejercer una verdadera tarea de deconstrucción de los supuestos que subyacen a las decisiones de diferentes actores en la vida social para ofrecer herramientas que permitan comprender mejor la complejidad de la realidad. Sólo a modo de ejemplo, al investigar el mundo empresarial, la investigación en Ciencias Sociales no procuraría reproducir o dar por sentado la finalidad última de la empresa privada, sino que intentaría hurgar los límites que tiene el capital para hacer cumplir sus objetivos. De la misma manera, el estudio la empresa recuperada por sus propios trabajadores, no implicaría brindar un recetario que las ayude a sobrevivir en un mercado capitalista, sino comprender los “modelos mentales” capitalistas que imponen límites al reparto equitativo de los resultados. Si se trata de hacer ciencia con espíritu crítico, la idea no es convertirse en teóricos de la persistencia de la firma con ánimo de lucro, sino de indagar las causas del sostenimiento del status quo organizacional. Siguiendo con ejemplo del mundo empresarial, ¿de qué “sirve” presentar la teoría de Abraham Maslow para dar cuenta de la motivación en el trabajo si no se reflexiona acerca de los fundamentos de la implicación en el trabajo en el sistema capitalista? Volveremos sobre esto.

En su célebre, exquisito y provocador La imaginación sociológica (FCE, México, 1961), Charles Wright Mills se planta al definir a los cientistas sociales (especialmente los librepensadores) como artesanos intelectuales, contraponiéndolos a aquellos cuyas agendas de investigación están marcadas por los organismos burocráticos que financian sus proyectos. En uno de los memorables párrafos de su obra, el autor sostiene que “hemos llegado a saber que todo individuo vive, de una generación a otra, en una sociedad, que vive una biografía, y que la vive dentro de una sucesión histórica. Por el hecho de vivir contribuye, aunque sea en pequeñísima medida, a dar forma a esa sociedad y al curso de su historia, aun cuando él está formado por la sociedad y por su impulso histórico. La imaginación sociológica nos permite captar la historia y la biografía y la relación entre ambas dentro de la sociedad. Ésa es su tarea y su promesa” (p. 26). ¿Cuál es nuestro lugar en tanto investigadores en el desenvolvimiento del conjunto de la humanidad y qué significa para nosotros? y ¿cómo afecta todo rasgo particular que estamos examinando al periodo histórico en que tiene lugar, y cómo somos afectados por él? Son dos de las preguntas que se derivan de la relación entre la biografía personal del propio investigador, los procesos históricos de largo alcance y la estructura social en la que ambos están inmersos. Con el objetivo de cumplir la promesa del ejercicio de la investigación social que no se subordine a los intereses de los grupos dominantes, el sociólogo concluye que se trata de desarrollar “la capacidad de pasar de las transformaciones más impersonales y remotas a las características más íntimas del yo humano, y de ver las relaciones entre ambas cosas… En suma, a esto se debe que los hombres esperen ahora captar, por medio de la imaginación sociológica, lo que está ocurriendo en el mundo y comprender lo que está pasando en ellos mismos como puntos diminutos de las intersecciones de la biografía y de la historia dentro de la sociedad” (p. 27).

Tanto Weber como Mills nos advierten acerca de la necesidad de replantear nociones tales como la utilidad o el impacto de la investigación en Ciencias Sociales, tan caras al sentido común que se han erigido como argumentos para acercarlas –nuevamente– al redil positivista, donde pueden reposar tranquilamente según las pautas y los métodos de las ciencias exactas, aparentemente mucho más útiles y de mayor impacto social, donde la propia subjetividad del investigador puede quedar neutralizada. Lo que proponemos aquí es exactamente lo contrario a ese sentido común. Se trata de reunir todos los esfuerzos para vincular el trabajo de investigación con nuestra realidad social,  incluyendo la propia reflexividad del investigador en el planteo de preocupaciones más amplias. Veamos a continuación algunos ejemplos donde podemos encontrar problemáticas aparentemente restringidas a realidades muy concretas y circunscriptas a un fenómeno particular, pero que si ampliamos la mirada, descubriremos la forma de interpelar y desafiar preconceptos establecidos de muy larga data.

Las evaluaciones de desempeño que se implementan en grandes firmas del país ha sido una de las problemáticas que hemos estudiado en los últimos años. Si bien el formato de monitorear la performance laboral es un fenómeno muy instalado en diferentes espacios de trabajo, muchos de ellos incluso ajenos a la esfera económica, detenernos en el universo corporativo nos permitió arribar a conclusiones no sólo a nivel “societal” sino que pueden ser válidas en la actual coyuntura de la pandemia. En este sentido, ¿qué es lo que realmente se evalúa cuando se observa que los criterios más valorados para hacer “carrera” se vinculan con habilidades que poco tienen que ver con los “conocimientos del oficio”? Por otro lado, si la evaluación de desempeño permitiría que cualquiera sea capaz de desplegar sus “talentos” para ascender en la escala jerárquica de estas burocracias, ¿por qué no cualquiera llega a convertirse en manager? Si para ejercer la abogacía es necesario poseer un título de abogado, ¿cuáles son los requisitos para devenir un dirigente empresarial? Pareciera que la posición de clase es determinante para ejercer el “cierre social” en el cual no cualquiera -de hecho- puede constituirse en un gerente. Todas estas preocupaciones ponen en cuestión cuál es el trabajo que a fin de cuentas es más valorado, es decir, remunerado. La pandemia nos convoca a reflexionar acerca de trabajos que hoy son muy valorados pero que no gozaban del prestigio social que detentaban empleos del mundo corporativo. El trabajo de cuidado, la enfermería, la epidemiología, parecieran ser algunos de los trabajos con mayor utilidad social.   

El segundo ejemplo se vincula con el primero. Durante el decenio kirchnerista, se produjo un fenómeno relacionado al mercado laboral de características inéditas en nuestro país. El estrechamiento de la brecha salarial entre aquellos que negociaban de forma individual sus condiciones de trabajo –es decir, los managers– y los que lo hacían de manera colectiva –es decir, los trabajadores sindicalizados–. Esto produjo un creciente cuestionamiento de la meritocracia entre la población managerial, llevando en algunos casos a la conformación de sindicatos de empleados jerárquicos. El ideario individualista del progreso en nuestro país llenaba los relatos de inmigrantes que, “con una mano adelante y otra atrás”, lograban erigirse en pequeños empresarios. Este fenómeno coadyuvó a la difusión de un sentido común meritocrático de raíces criollas. El solapamiento salarial tuvo a su vez implicancias más amplias: ¿quién merece un salario más alto?, ¿qué trabajos deben ser mejor remunerados que otros?, ¿cómo justificar posiciones de privilegio en el mercado laboral?, ¿en qué medida la meritocracia no constituye un mero acto de fe?, ¿a qué se debe su ubicuidad aún en las clases menos favorecidas? El actual contexto de la pandemia nos convoca a poner en cuestión ciertos postulados que definen los principios rectores de justicia retributiva en el mercado laboral, para intentar establecer criterios de retribución salarial de manera colectiva. Nuevamente, el trabajo de cuidado así como empleos del campo médico y paramédico podrían ser incluidos dentro de los trabajos mejor retribuidos. Por otro lado, la ayuda estatal (y no el esfuerzo individual) es lo que está ayudando a sostener las economías –incluso las más desarrollas del mundo–.

Por último, las innovaciones tecnológicas implementadas durante la cuarentena para sostener el trabajo a distancia constituyen un objeto de estudio propio del campo de las Ciencias Sociales. Firmas pertenecientes a la vanguardia del capitalismo de Silicon Valley como Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft han experimentado con diversas formas de teletrabajo (en muchas ocasiones haciendo que sus propios “consumidores” participen de manera consciente o no en su éxito económico) a lo largo de los últimos años. Muchas de las “apps” que desarrollaron permiten una gestión eficaz de la fuerza de trabajo aún en contextos tan inéditos como los que estamos viviendo.  Diversas formas de evaluación de las interacciones sociales que se daban a través de redes sociales corporativas, en las que era posible penetrar en lo más profundo de la intimidad de los trabajadores, ahora permiten ejercer una gestión de la intimidad en el propio seno familiar. El hogar –convertido en una empresa en pequeña escala– deviene un espacio que pone en evidencia los claroscuros del teletrabajo.

Así como esta cuarentena nos convoca de manera incesante a replantearnos las prioridades en nuestras vidas, la Ciencia Social puede ayudarnos a deconstruir los postulados que subyacen a las lógicas que llevaron a la sociedad a legitimar estructuras sociales tan desiguales y que la pandemia no hace más que consagrarlas y magnificarlas. Difícil saber el “impacto” que puede tener esta deconstrucción. Tampoco considero que sea nuestra tarea “mensurarlo”. Hay tareas que conciernen al político y otras al científico, como diría Weber. Wright Mills  diría que la artesanía intelectual tiene que llevar a desarrollar estrategias de intervención en la esfera pública. Sabemos que los sentidos comunes han sido producto de construcciones sociales. La Ciencias Sociales pueden ayudar a develarlos y ponerlos “patas para arriba”. Lo que suceda con esto y cómo suceda, dependerá de formas colectivas de organización de nuevas pautas de convivencia social.

 

2/06/20