TLATELOLCO, 1968.

 

Año de aniversarios, este 2018 que va empezando a terminar, y en el que es necesario recordar, además de la Reforma Universitaria de hace un siglo, y además de la protesta obrero-estudiantil francesa de cinco décadas después (de ambas cosas nos ocupamos en entregas anteriores de Noticias UNGS), otro episodio en el que se dejan oír los ecos muy notorios de la aventura cordobesa. Diego Giller se ocupa en estas páginas del movimiento de los estudiantes universitarios mexicanos que en 1968 conmocionaron el cerrado panorama político de ese país, y también de su tremendo desenlace: la luctuosa “masacre de Tlatelolco”, de la que vienen de cumplirse cincuenta años.

2de octubre de 1968. Tlatelolco, Ciudad de México. Plaza de las Tres Culturas. Eran las 17:30 hs., estaba por anochecer, y diluviaba. En ese escenario, conformado por un conjunto habitacional, las ruinas tlatelolcas y la iglesia de Santiago, el movimiento estudiantil celebraba uno más de los muchísimos mítines que venían realizando desde finales de julio. Hasta ahí, todo normal. Pero unos minutos después de iniciado el acto, la normalidad se quebró. Y con ella, las horas, los días y los años. Los estruendos del iracundo cielo comenzaron a mezclarse con los de las impávidas metralletas. En el comienzo, todo fue confusión. Nadie alcanzaba a distinguir un sonido del otro. Luego, los gritos. Y los cuerpos que caían junto a la llegada de la noche. Y de los disparos. Que no cesarían por las siguientes horas, que fueron eternas. El horror de una cacería comandada por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz se cobraba más de doscientas vidas –la cifra es extraoficial, porque las oficiales nunca existieron. Eso fue la “Masacre de Tlatelolco”. Las vueltas de la historia: ese lugar volvía a ser escenario de un sacrificio. Allí mismo, en 1521, había terminado la resistencia mexica contra las tropas de Hernán Cortés.

¿Por qué el gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI) ordenó la matanza contra unos estudiantes desarmados? Para entender el 2 de octubre, y tal vez todos los días que siguen en la vida política mexicana hasta por lo menos 1989, hay que decir algunas palabras sobre el movimiento popular-estudiantil de 1968.

En el final fue la represión. En el comienzo, también. Las cosas sucedieron más o menos así: el 22 de julio estudiantes de la Vocacional 2 y 5 del Instituto Politécnico Nacional (IPN) se enfrentaron con sus pares de la preparatoria Isaac Ochotorena, dependiente de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Este episodio, que no pasaba de ser uno más de una vieja rivalidad entre ambas instituciones, fue utilizado por los granaderos para provocar a los estudiantes de ambas instituciones, llegando incluso a ocupar las instalaciones del IPN por algunas horas. Cuatro días más tarde se producen dos manifestaciones simultáneas en el centro de la Ciudad de México. Una en protesta contra la represión estudiantil y la ocupación de las vocacionales del IPN por los granaderos. La otra para conmemorar un nuevo aniversario del asalto al Moncada –ícono de la Revolución Cubana. En un momento, algunos manifestantes de la primera movilización intentan lo que hasta entonces parecía imposible: ocupar la Plaza de la Constitución, mejor conocida como “El Zócalo”, centro del poder político del país (allí están el Palacio Nacional –sede del Poder Ejecutivo–, el Antiguo Palacio del Ayuntamiento –sede del Ejecutivo de la Ciudad– y la Catedral Metropolitana). Es que desde la conformación del PRI –y sus antecesores, el PNR y el PRM–, el Zócalo había sido lugar de eventos oficiales, como el aniversario de la Independencia, de la Revolución o incluso del “Día de muertos”, pero nunca espacio para la movilización de organizaciones opositoras a sus gobiernos. En el trayecto se encuentran con los manifestantes de la segunda. Ninguno puede llegar al Zócalo. Los esperaba una jauría de policías, con quienes terminan enfrentándose a piedrazos. Muchos manifestantes resultan detenidos. Lejos del lugar, también son arrestados algunos extranjeros y algunos miembros del PCM. Ninguno había participado de la manifestación. El objetivo de esas detenciones selectivas era claro: instalar en la opinión pública la presencia subversiva de “elementos” del comunismo internacional. Como en París apenas dos meses antes, aquí también las acciones represivas de la policía resultaban escultoras del surgimiento de un poderoso movimiento estudiantil.

El 29 de julio un grupo de estudiantes nuevamente intenta una manifestación en el Zócalo. Tampoco llegan. La acción termina en brutal represión. En la huida, logran refugiarse en la Escuela Preparatoria, que en ese entonces funcionaba en el Antiguo Colegio de San Ildefonso –desde los años veinte del pasado siglo sus paredes atesoran obras de los padres del muralismo mexicano: José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. En la madrugada, la policía despedaza la puerta de entrada con un disparo de bazuca. El “bazucazo” tiene paradójicos efectos. Por un lado, despierta la indignación de la opinión pública: ¡cómo van a destruir la histórica puerta de madera! Por otro, provoca un enérgico rechazo del rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, quien decreta al 30 de julio como “día de luto” y manda izar a media asta la bandera mexicana del campus universitario. En las horas que siguen se realizan numerosas asambleas en diferentes escuelas y universidades. Todas votan a favor de una huelga nacional de la educación media y superior, que se lleva adelante de inmediato.

Acompañado por directores de escuelas y facultades, el 1° de agosto Barros Sierra encabeza una movilización de más de 100.000 estudiantes en protesta contra la violación de una de las herencias universales de la reforma universitaria cordobesa del 18: la autonomía universitaria. En esos días se implementan los mítines relámpago en diferentes puntos de la ciudad y se crean las “brigadas estudiantiles”, cuyo objetivo es llevar información a la sociedad sobre la causa estudiantil, pero sobre todo tender puentes con una clase obrera que estaba hegemonizada por el llamado sindicalismo “charro” (nombre mexicano de nuestra “burocracia sindical”), representado por la Confederación de Trabajadores Mexicanos). Rápidamente, intelectuales, maestros, profesionales y artistas de todo el país expresan su solidaridad con el Movimiento.

El 4 de agosto se publica un “Pliego Petitorio” con los siguientes seis puntos: (1) libertad de todos los presos políticos (entre los más ilustres: los líderes de la huelga ferrocarrilera de 1959, Valentín Campa y Demetrio Vallejo); (2) destitución de los principales generales de la policía y el ejército (Luis Cueto, Raúl Mendiolea y Armando Frías); (3) extinción del Cuerpo de Granaderos; (4) derogación de los artículos 145 y 145 bis (delito de Disolución Social) del Código Penal Federal; (5) indemnización a las familias de los muertos y heridos de la agresión del 26 de julio; y (6) deslindamiento de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades a través de policía, granaderos y ejército. El 9 de agosto queda constituido el Consejo Nacional de Huelga (CNH), que de ahí en más se convierte en el único órgano representativo del movimiento estudiantil.

El día 13, la primer gran movilización convocada por el CNH ocupa el Zócalo con más de 150.000 personas, hecho que obliga al Secretario de Gobernación de la nación, Luís Echeverría, a proponer un “diálogo franco y sereno” para resolver el conflicto. El CNH acepta, con la única condición de que el diálogo sea público. El 27 se realiza otra gran movilización al Zócalo, esta vez con 400.000 personas. El clima era de euforia: los estudiantes reemplazan la bandera nacional con una rojinegra y uno de los referentes del movimiento propone quedarse en el Zócalo hasta el 1 de septiembre para obligar a Díaz Ordaz a enfrentarse a un diálogo público –ese día debía presentar su IV informe presidencial. La moción es aprobada. Pero a las pocas horas, las fuerzas del orden desalojan violentamente la guardia estudiantil que ocupaba la Plaza.

Tras el IV informe presidencial, Barros Sierra pide por el fin de la huelga y el retorno a clases. Lejos de acatar, el CNH responde con la “Gran marcha del silencio”. El 13 de septiembre 250.000 personas acuden nuevamente a la Plaza de la Constitución. El día 18 se produce un giro inesperado: 10.000 efectivos del ejército ingresan a la UNAM, ocupando el campus universitario hasta el 30 de septiembre – Alcira Soust, una trabajadora de la UNAM, se oculta en uno de los baños de mujeres de la Facultad de Filosofía y Letras, donde permanece escondida hasta la desocupación. Ese suceso dio lugar a la novela Amuleto, de Roberto Bolaño. El 23 de septiembre Barros Sierra presenta su renuncia. La Junta de Gobierno de la UNAM la rechaza.

Apartir de entonces, se produce una escalada represiva. Son detenidos algunos miembros del CNH y el órgano de representación estudiantil debe actuar en la clandestinidad, quedando divorciado de sus bases. En completo aislamiento y sin participación de los comités de lucha, el 1 de octubre se anuncia un gran mitin para el día siguiente en la Plaza de las Tres Culturas. Nadie podía presagiar la magnitud que iría a tener el desenlace.

En la historia de las revueltas juveniles, 1968 quedó enlazado al movimiento obrero-estudiantil del “Mayo Francés” y a consignas como “La imaginación al poder” y “Seamos realistas: pidamos lo imposible”. Pero 1968 no fue sólo París. También fue Berlín, Tokio, Praga, Roma, Madrid, Chicago, Belgrado y Santiago. Y, sobre todo, fue Ciudad de México. Allí, ese realismo asumió la forma del reclamo democrático. El gran tema del movimiento popular-estudiantil fue la democratización de la sociedad. Ninguno de los 6 puntos del “Pliego Petitorio” refería a demandas propiamente estudiantiles. No se encontrará en ellos explícitos reclamos sobre cupos, problemas edilicios o reformas educativas. ¡Un movimiento estudiantil sin demandas estudiantiles! Pero en esa paradoja tal vez se aloje la clave de una de las relecturas más preciosas del legado de la reforma universitaria: la autonomía entendida menos como el encierro académico en los intramuros universitarios que como el derecho a intervenir en los grandes problemas nacionales. Una autonomía que se vuelca hacia fuera –y en ese mismo movimiento, hacia adentro– para anudarse con otros lenguajes y experiencias de la sociedad civil.

Otra paradoja: a diferencia de lo que ocurrirá una década más tarde en el cono sur latinoamericano con la “transición democrática”, la lucha por la democracia mexicana se produce en un país que no había conocido golpes de Estado –pero sí aquello que Vargas Llosa llamó “dictadura perfecta”. Para sus izquierdas, y en esto también se diferenciaría de sus pares regionales, la democracia era mucho más que una “máscara de la dominación burguesa”: era el reclamo de una participación plena de sus sujetos políticos.

El 68 mexicano no solo es el 2 de octubre: es también la rebelión contra la despolitización priista, la demanda de modernización, el cuestionamientode las narrativas de la Revolución –al menos de las fraguadas en las versiones del partido de gobierno–, la crisis de representación partidaria y la libertad como algo más que un concepto abstracto (libertad de los presos políticos). A partir de esa larga y fugaz esperanza, otro México pudo ser imaginado.

Diego Giller