CINCUENTA AÑOS DEL “MAYO FRANCÉS”.

 

El año del centenario de la Reforma Universitaria de 1918 es también el del cincuentenario de un acontecimiento que partió en dos la historia cultural, filosófica y universitaria del siglo XX: la rebelión estudiantil (pero también obrera y ciudadana) que tuvo lugar en París en mayo de 1968. Aunque el movimiento fue pasajero, aunque la palabra “tomada” por los estudiantes haya sido rápidamente “re-tomada” (la figura es del filósofo francés Michel de Certeau) por los mecanismos de la industria cultural y por los poderes instituidos de la vida política y social, los efectos de ese conmoción fueron duraderos y todavía no se han extinguido.

 

Hace cincuenta años se produjo el estallido social, intelectual, político y cultural más importante de la historia francesa reciente. El 22 de marzo de 1968 estudiantes de Nanterre –concluida una asamblea a la que se había convocado para discutir, entre otras cosas, la necesidad de transformar una universidad autoritaria y sin capacidad crítica– toman el edificio universitario como protesta por la detención de un grupo de militantes del Comité Nacional de Vietnam. Con el fin de solidarizarse con ellos, el 3 de mayo se reúnen los estudiantes de la Sorbona, en París. A partir de esa misma noche y durante varios días se producen enfrentamientos con la policía, barricadas, detenidos, heridos, huelga general y una manifestación multitudinaria del movimiento estudiantil. A ello se sumaría unos días después el paro general de los trabajadores, la ocupación de las fábricas por parte de los obreros y el cese de actividades durante aproximadamente un mes.

La lucha de los estudiantes estalló en la universidad, pero no se limitó a ella, pues, como los propios estudiantes señalaron y demostraron, en mayo del 68 se pasó “de la crítica de la universidad de clase al cuestionamiento de la sociedad capitalista” (pared de Nanterre). En efecto, los estudiantes universitarios, acompañados por las masas obreras y parte de las élites intelectuales del momento, cuestionaron y se levantaron en contra de todo un orden que los oprimía: el que era impuesto por la ley del capital, sí, pero también el que, bajo el estatuto de la “autoridad” o la “normalidad”, imponía diferentes formas de poder opresivas, autoritarias y jerarquizantes que venían regulando los vínculos intersubjetivos en todas las instituciones sociales: en el Estado, en las universidades, en los sindicatos, en las fábricas y en el interior de las familias, generando rígidas formas de dominación.

Es cierto que el “Mayo francés”, como se lo llamó, no logró derrumbar ese orden capitalista e individualista regido por la ley del capital: la burocracia sindical llegó a un acuerdo con el Ministerio de Trabajo y firmó los llamados acuerdo de Grenelle para levantar las huelgas en muchas fábricas y dejar aislados a los sectores radicalizados. Pero si los acontecimientos de Mayo no derrumbaron ese orden, sí generaron una discontinuidad significativa en varios aspectos de la vida individual y colectiva de los franceses, provocando, por ejemplo, una ruptura con los dogmas que habían cooptado tanto el pensamiento y la práctica política de izquierda como la inventiva filosófica y las relaciones intersubjetivas que imperaban en toda la sociedad. Aún más, es posible afirmar que es al calor de los acontecimientos de Mayo, y solo gracias a ellos, que el pensamiento filosófico francés comienza a transitar nuevos caminos y que surgen otros modos de experimentar la política.

En el campo de la filosofía, el objetivo preferencial de las críticas fue el estructuralismo –cuyo principal representante era Louis Althusser– y el humanismo burgués. En el marco de esas críticas tuvo lugar un ejercicio de reconfiguración de ideas estructuralistas y existencialistas, que subsisten al embate en la medida en que soportan la experiencia de Mayo, es decir, en la medida en que logran acompañar la crítica profunda a la sociedad postindustrial tecnocrática y permiten resguardar alguna noción de sujeto que habilite el accionar y la posibilidad de transformación de las “estructuras”. Precisamente, fue en el desarrollo de la idea de un sujeto colectivo consistente (tal era el sentido de la noción de “grupo fusión” de Jean-Paul Sartre) que pudo conservarse un sentido de la categoría de sujeto libre, que el estructuralismo venía erosionando desde hacía un tiempo. En definitiva, fue solo la filosofía que conservó una noción de la “libertad”, de la “acción” y del “sujeto en tanto praxis” la que pudo conectarse con los acontecimientos de Mayo.

Uno de los desarrollos filosóficos que se constituyó en la plataforma desde la cual se desplegó la crítica de Mayo a la filosofía universitaria fue cierta vertiente de la teoría crítica representada por el filósofo alemán Herbert Marcuse, quien construyó su teoría con aportes provenientes del marxismo menos dogmático y mucho más vinculado con coyunturas concretas de la historia, y a partir de reelaboraciones directas que hizo del psicoanálisis freudiano. Precisamente, la interpretación de varios conceptos propuestos por Marcuse –como los de “represión sobrante” y “principio de actuación”, por ejemplo– fue lo que desató, durante los acontecimientos de Mayo, la férrea defensa de la libertad y el placer como principios que venían a proteger la existencia de la versión degradada que imponía el capitalismo vigente. Y si bien la defensa de ese tipo de principios por parte de los estudiantes posteriormente generó lecturas y apropiaciones del Mayo francés que intentaron consagrarlo como rebelión juvenil dirigida a abolir el “yugo paterno” y los “tabúes sexuales” postulándolo como el accionar desesperado de una juventud consumista por generar “un disfrute inmediato de la vida”; lo cierto es que, por el contrario, la crítica profunda a esa sociedad fue uno de los principales objetivos de la juventud francesa en 1968, juventud que fue decididamente anticapitalista, pro obrerista e internacionalista.

En lo que refiere al pensamiento y la práctica política, reconocidos filósofos franceses nos describen las convulsiones que se desataron en ese campo, a partir de la propia experiencia que como jóvenes estudiantes tuvieron de los acontecimientos del 68. Es el caso de Jean-Claude Milner, quien en su libro La arrogancia del presente señala que lo propio del accionar de los intelectuales que participaron en los acontecimientos de Mayo fue abandonar definitivamente el “compañerismo de ruta”, al que describe, con el auxilio de la fábula de Zenón, como la tendencia infinita del intelectual que se extenúa corriendo al lado del Partido (en este caso el Partido Comunista Francés) sin llegar nunca a alcanzarlo. Según el autor, lo que hacía el PCF era “tachar el presente”, pues transformaba a la revolución en el objetivo, siempre lejano y siempre reconfigurado por el propio Partido, al que nunca se podía llegar. Recordemos que, para las lecturas dogmáticas del marxismo, el único sujeto político propiamente dicho es el proletariado, y las acciones por fuera de este sujeto son vistas con sospecha y menosprecio. Milner nos recuerda algo que dijo Foucault: que si la fórmula matemática del PC, antes del Mayo francés, había sido “No aquí, no ahora, no tú”, Mayo descompondría todos esos límites y redefiniría la política como un “aquí, ahora, yo”.

De esta misma torsión nos habla Jacques Rancière en La lección de Althusser. Allí, el filósofo da cuenta de cómo el Mayo francés significó para él, como para la mayoría de los discípulos de Althusser –como Badiou, Milner, Balibar, entre otros– abandonar al maestro. Abandono que se presentó como inexorable cuando la experiencia libertaria que se había puesto en acto en las calles de París les demostró la falsedad de las ideas que sostenía el maestro, como por ejemplo aquella que afirmaba que existe una diferencia y una distancia insalvables entre la ciencia (marxista) y la ideología, entre el intelectual de cátedra (portador de esa ciencia) y la masa estudiantil y trabajadora atrapada en la ideología, lo cual lo llevaba a asegurar que la gente está dominada porque no sabe, porque desconoce el sistema que los explota, y que el marxismo es la ciencia que le permitirá a los dominados salir de su condición de dominación. Sin embargo, las masas obreras y estudiantiles le dan una lección al maestro: le demuestran que “la lucha de clases” se estaba dando, ante sus ojos, en las universidades y en las calles de la ciudad; que los sujetos de esa lucha sabían perfectamente contra qué estaban luchando: no contra la ideología, sino contra los aparatos concretos que los oprimían; que también sabían cuáles eran sus armas de lucha: no las “palabras sabias” que les proveía la ciencia marxista, sino las palabras sin más. En definitiva, lo que los sujetos protagonistas de Mayo denuncian, rechazan y abandonan en el campo del pensamiento y la práctica política es esa diferencia entre la vanguardia iluminada del partido y las masas, esa pedagogía al servicio del orden que lo único que hace es perpetuar la dominación, eso que Rancière llamó “lógica de la explicación” que imperaba en todos los órdenes de la “sociedad pedagogizada”.

Frente a esa lógica jerarquizante, lo que se impone es el comunitarismo –sostenido en varios frentes por todas las vertientes del movimiento estudiantil: solidaridad con los obreros, identificación con las causas estudiantiles internacionales, vinculación con los movimientos políticos revolucionarios del Tercer Mundo, etc.–, y la redistribución del poder en la comunidad, organizada bajo una nueva ideología autogestionaria y el formato asambleario, lo cual supuso horizontalizar los mecanismos de comunicación. No importaba si se trataba del profesor, de un alumno o de un vecino: todos dirían su palabra, pero –como bien señala Michel de Certeau en su precioso libro La toma de la palabra– despojados primeramente de su envestidura institucional.

En suma, en Mayo de 1968 la lucha que se llevó a cabo estuvo atravesada por un espíritu revolucionario y emancipatorio que estalló en el pensamiento y se expresó en las calles, circuló entre aquellos militantes, estudiantes e intelectuales que poco a poco comenzaban a “desaprender la lección” y a abandonar el “compañerismo de ruta”; entre los vecinos del Barrio Latino –muy activos en las barricadas que tuvieron lugar durante las jornadas de lucha–; en las aulas universitarias –promoviendo discusiones entre docentes y estudiantes impensadas años atrás, poniendo en tela de juicio incluso la idoneidad de los mismos profesores–; en los teatros –como fue el caso del Odeón, donde se llevaron adelante exhaustivas jornadas de discusión política asamblearia–; en las fábricas –donde los obreros comenzaban a discutir y a cuestionar a las jerarquías sindicales–. Como afirmó el filósofo greco-francés Cornelius Castoriadis en Mayo del 68: la brecha, “en y por el movimiento de Mayo tuvo lugar una formidable resocialización, por más que se haya mostrado pasajera”. Todos estaban animados por el “deseo de una libertad más grande para cada uno y para todos”. Y nos advierte que si insistimos en querer encontrar al tan mentado individualismo de Mayo, en todo caso debemos ir buscarlo en los acuerdos de Grenelle.

 

Jésica Rojas y Cintia Córdoba