POR OSCAR L. GRAIZER.

 

Entre todas las dimensiones de la vida en común que el COVID-19 ha puesto en crisis, también impacta en los sistemas de escolarización. Esta crisis se expresa en el simple hecho de no poder asistir a ese espacio físico y simbólico que es el aula en una escuela, en una universidad. Así es que el sistema educativo en su conjunto, con sus más y sus menos, se puso en clave “educación a distancia”. Prefiero el término, un tanto viejo ya, de “educación a distancia” antes que el de “virtual”, puesto que no todxs pueden acceder a la virtualidad. Y por ello los diferentes estamentos del Estado, desde el Ministerio de Educación de la Nación, los ministerios provinciales y los municipios, hasta las instituciones y lxs docentes, nos hemos puesto a ver cómo hacer para sostener alguna continuidad educativa. Partimos de un consenso, más o menos reflexionado, acerca del valor de continuar con la actividad educativa y de la contención que lxs educadorxs podemos dar de diversas maneras (desde el contacto que se pueda tener hasta la distribución de alimentos). Hay que decir también que esta situación ha puesto a lxs trabajadorxs de la educación en todos los niveles en una tensión y sobrecarga de trabajo, porque sumado a cómo nos afecta a todxs en nuestras condiciones de vida la cuarentena y a las ansiedades que atravesamos, estamos encarando modos de trabajo a los que no estamos habituados y para los que no estamos preparados.

Ahora bien, aquí nos preguntamos qué pone en crisis la necesidad de evitar encuentros de muchas personas juntas. Pone en crisis una tecnología, un dispositivo, que ha hecho su parte en la conformación de las sociedades tal como las conocemos hoy: la escuela. No voy a comentar sobre aspectos de estricto orden pedagógico, muchxs colegas que saben de pedagogía han dado sus opiniones, sugerencias y orientaciones. Me voy a concentrar en algunos aspectos que pueden ser de interés para pensar esta situación con miras a los efectos una vez que pase la emergencia en la que nos encontramos.

La escuela como tecnología en el marco de la escolarización, como una matriz tecnológica más amplia, permite una economía difícil de empardar, que brinda sostén a un orden social. Millones de niñxs al mismo tiempo siendo parte de un proceso de transmisión cultural, en un espacio físico específico (fuera de sus casas), bajo la responsabilidad de unos adultxs específicamente preparadxs y dedicadxs a ello que no son sus padres, madres o responsables familiares.

Tomemos primero un aspecto de la escolarización moderna vinculado a la economía política de las sociedades contemporáneas: durante varias horas diarias (dependiendo del régimen de cada escuela) y por más o menos el 70% de los días hábiles del año, lxs niñxs y adolescentes no están en su casa, están al cuidado de una institución que además, y, digamos, “al mismo precio”, socializa y transmite parte de la cultura de la sociedad. Mientras tanto, lxs adultxs se ocupan de la reproducción material de la existencia, del gobierno social, de la producción cultural, etc. Todo en un solo diseño social como es la escuela, una genialidad tecnológica, además de económica.

Las medidas de aislamiento preventivo, para contener o mitigar los efectos sanitarios (y económicos) de la pandemia que sufrimos, produjeron una interrupción de la escolarización. El “quedate en casa” pone de manifiesto todo lo que la escuela, como tecnología, resuelve en términos del funcionamiento social y pone en conflicto la matriz de relaciones que produce, permite y sostiene. Hace visible que la sociedad contemporánea no tiene disponible, ni siquiera tiene pensado, un dispositivo que reemplace todo lo que “cubre” la escuela. A pesar de todas las críticas que se realizan, desde cualquier posicionamiento y en todos los registros posibles, las soluciones individuales (como el homeschooling) o las soluciones “tecnologícistas” (como la virtualidad) no poseen la eficacia y la eficiencia que se ha encontrado en la escuela.

En segundo lugar, consideremos la economía política que supone la escuela en su diseño de organización y carga de trabajo. Una parte del trabajo se realiza de manera conjunta y simultánea por lxs niñxs, adolescentes y docentes en la escuela, en particular en el aula (esa de la enseñanza simultánea), otra parte del trabajo se realiza fuera de la escuela. Este trabajo “externo” a la escuela puede ser traducido en tiempo de tareas en la casa, así como también en capital cultural que la escuela “reclama” y que expresa una acumulación extra-escolar familiar, de grupo social, de clase. Eso que sucede “en casa” es controlado de modos diversos por la escuela, a la vez tiene efectos simbólicos (culturales, políticos, sociales) en la vida doméstica y en lo que allí se produce. De diversas maneras el funcionamiento escolar supone trabajo “intramuros” y “extramuros”, supone trabajo simultáneo y supone la puesta en juego de saberes, habilidades, aprendizajes que se adquieren fuera de la escuela y, mal que nos pese, “antes” de la escuela.

La interrupción del funcionamiento regular de la escuela ha generado un movimiento hacia modalidades de educación no presencial, a distancia, por diversas vías. La que mayores expectativas genera es la de sistemas de encuentros virtuales (Zoom, Jitsi, Meet, etc.) y, en los casos en que ya estuvieran disponibles, las plataformas de aulas virtuales. Vamos a tratar de entender lo que esto implica en términos de la economía política de las relaciones pedagógicas; más allá (o más acá) de que no se puede replicar el aula de la enseñanza simultánea en formato virtual en general y, en particular, considerando que más de las mitad de niñxs y adolescentes del país están en situación de pobreza.

En lo que sigue no vamos a entrar en el detalle (aunque deberíamos) de que en esta circunstancia la presencialidad se ha interrumpido por una pandemia y que en pocas horas se movilizaron esfuerzos para ver cómo mitigar la suspensión de clases.

La economía política de cualquier formato pedagógico supone la disponibilidad de unos recursos, tanto materiales cuanto simbólicos. La educación a distancia (más o menos virtualizada), en su mínima expresión –esto es, sin contar que no hay la estructura de todo un sistema ya prefigurado–, supone unos recursos materiales disponibles en el hogar de docentes y estudiantes, desde el espacio adecuado para hacer la tarea (aislamiento de ruido y distracciones, luminosidad, comodidad para desplegar las cosas que se usen, etc.) hasta, si se demandan, medios de acceso a lo virtual; pero también requiere del tiempo de lxs adultxs, un bien más que escaso que la enseñanza simultánea resuelve con unx docente cada “n” estudiantes. También requiere de recursos de orden simbólico, y nos vamos a detener en uno de ellos: herramientas intelectuales para el trabajo autónomo. La educación a distancia, en cualquier formato, supone altos niveles de autonomía para el desarrollo de tareas guiadas de manera asincrónica, que van desde leer hasta realizar ejercicios o actividades de resolución de problemas o de producción de un dibujo. Incluso si consideramos el formato de encuentro virtual, se requiere de un aprendizaje fundamental, que es prestar atención; éste es un saber propio de la escolarización que también es requerido por la enseñanza en el aula tradicional, que no es “natural”, se enseña y se aprende. Cuando refiero a autonomía no debería leerse como trabajo individual, lo cual lo implica, porque la autonomía en el aprendizaje también se construye con otrxs, y especialmente con pares, cosa que este contexto actual dificulta muchísimo.

Los recursos materiales en los hogares no se resolvieron antes de la pandemia, no se resolverán ahora, nos enfrentamos allí a las desigualdades y diversas formas de dominación del presente orden social. La combinación de las desigualdades materiales con las de recursos de orden simbólico es algo que debemos encarar quienes trabajamos en los sistemas educativos y quienes tenemos la posibilidad de pensar sobre ellos.

Creo que esta pandemia y el encierro dejan claro que la escuela es una tecnología irremplazable, a pesar de su estructural y estructurante carácter desigual. Como dije antes, mientras las sociedades contemporáneas funcionan, en la escuela los niñxs y adolescentes están al cuidado de adultxs que se dedican a eso, se socializan y aprenden, se encuentran, tejen afectos, producen subjetividades y sufren algunas otras cosas –sabemos bastante sobre esas marcas y sufrimientos.

Los efectos en términos educativos de la pandemia dependerán mucho de cuánto tiempo se tarde en volver a la normalidad y de cómo se lo haga, al igual que en el resto de las esferas de la vida. Si esto dura unos pocos meses será cuestión de acomodar las cosas un poco y seguir avanzando con modalidades que el sistema escolar puede encarar sin mayores dificultades, su elasticidad se lo permite. A medida que el tiempo pasa los recursos disponibles en las casas marcarán la diferencia, mucho más de lo que ya se viven/sufren en este mes y pico sin escuela. Si esto dura más que unos pocos meses las desigualdades en el acceso al conocimiento pueden ser profundizadas gravemente –más de lo que ya tenemos en los sistemas educativos contemporáneos, que no es poco.

Uno de los focos donde los sistemas educativos y quienes formamos parte de ellos podemos encarar es la distribución de herramientas intelectuales que aumenten las capacidades de trabajo educativo autónomo. Las diferencias que se dan en la disponibilidad de recursos pueden verse particularmente ampliadas cuanto mayor distancia haya en la posibilidad de trabajo educativo autónomo. Porque habrá, hay, grupos sociales e instituciones educativas de sectores altos y medios altos que aprovecharán este momento y seguirán trabajando haciendo uso de los recursos que poseen esos hogares, como tiempo de sus padres y madres, conectividad, repositorios digitales, etc.; aumentarán modos de hibridación tecnológica (en sentido amplio) de trabajo pedagógico que ya hayan iniciado antes de esta interrupción; podrán incorporar y desarrollar formas de conocimiento y de conocer al tomar este tiempo como un laboratorio único; quedarán acumuladas formas de trabajo intensivo de docentes y estudiantes que tal vez reconfiguren relaciones que ya venían en tensión; y tantas otras cosas.

Para los sectores populares y los sectores medios, quienes no están entre esos grupos mejor posicionados, poner el foco en la enseñanza y disponibilidad de recursos que aumenten el aprendizaje de herramientas propias del trabajo intelectual autónomo puede hacer la diferencia. Hay muchxs colegas que saben de esto, no es mi caso, pero estamos hablando de esos aspectos básicos, centrales, que distribuye la escolarización como ninguna otra tecnología: la lectura, la escritura, herramientas matemáticas, experiencias estéticas, experiencias de producción, en otro plano un aspecto tan complejo en este tiempo como la atención dirigida a algo por un tiempo determinado abstrayéndose de otras cosas –entre ellas las propias redes hoy saturadas, que a algunxs nos saturan–, esto también se enseña. Aquí se vuelve central también que las herramientas intelectuales ligadas a la autonomía no se reducen al trabajo solitario. Este es un tema de gran complejidad para encarar en la discusión sobre los recursos de educación a distancia y para la vuelta a la escuela.

Aumentar autonomía del trabajo intelectual no se va a lograr ahora en cuarentena. Muchos países han optado por no incorporar nuevos contenidos a la enseñanza en este tiempo; es lo más difícil en las condiciones actuales. Es una tarea para prepararse para la vuelta a las escuelas del mejor modo posible. Allí creo que las universidades y centros de investigación y desarrollo, en colaboración con las autoridades políticas de los sistemas, pueden jugar un papel relevante.

 

05/05/20