POR PAOLA ALEJANDRA MICELI.

 

Cuando era pequeña escuché más de una vez a mi abuela, a mi mamá y a mis tías utilizar, para referirse a alguna persona odiosa, tal vez perversa, que disfrutaba haciendo maldades (al estilo de los villanos de las películas de Disney), una suerte de aforismo que, aun sin comprenderlo bien, me daba bastante temor. Recuerdo vívidamente que decían, mientras tomaban mate y criticaban: “¡ese es más malo que la peste bubónica!”. El apotegma era contundente y no había vuelta atrás. Ya de grande y encarando la carrera de historia supe que la frase aludía a la terrible y endémica peste que asoló las regiones mediterráneas y euroasiáticas desde el siglo VI hasta inicios del siglo XIX y que se denominó peste bubónica por ser uno de sus síntomas la aparición de bubones o abscesos cerca de los ganglios linfáticos en axilas e ingles. A comienzos del siglo XX, y luego de un rebrote en Oriente, una comisión constituida en Hong Kong por científicos japoneses y franceses puedo aislar el bacilo, al que llamaron Yercinia Pestis, y determinar que la enfermedad era trasmitida a los humanos a partir de la pulga que habitaba en un tipo específico de rata. 

El episodio más dramático de esta peste endémica, de la que hablaremos en este artículo, fue, según los datos que tenemos hasta hora, el de la “Peste Negra” que azotó Europa y el Norte de África entre 1346 y 1353 aproximadamente. Las interpretaciones dominantes sostienen, aunque como siempre hay distintas versiones, que la enfermedad tuvo en el siglo XIV sus primeros focos en China y se extendió, a través de las rutas comerciales, a algunas ciudades del Mar Negro (se atestigua su existencia en Caffa –actual Feodosia– en 1346), y de allí a las ciudades italianas del Mediterráneo y a toda Europa mediante los barcos que transportaban mercancías. La expansión comercial iniciada en torno del siglo XII y el diseño de gran cantidad de rutas tanto marítimas como terrestres para el intercambio de mercancías entre Oriente y Occidente, así como las Cruzadas, deben tenerse presentes como telón de fondo para entender la expansión de la peste.

En estos tiempos de pandemia del COVID-19 es enorme la tentación de establecer paralelos con la peste negra: aparente origen en China, expansión por Europa siguiendo las rutas de los intercambios comerciales. Todo esto podría dar pie a la construcción de un paralelismo automático entre ambas pestes. Incluso trabajos recientes muestran que la variable ambiental, que se presenta hoy como una de las causas del COVID-19, efecto de la destrucción del ecosistema por la humanidad capitalista, sería una de las posibles causas de la peste bubónica del siglo XIV. En este caso no como efecto de la acción humana sino como parte de un fenómeno denominado transgresión dunquerkiana, que a fines del siglo XIII habría implicado una serie de transformaciones que hicieron que el clima se volviera más húmedo e inestable provocando no solo la multiplicación de roedores, sino también  crisis agrarias muy serias, sus consecuentes hambrunas y un importante debilitamiento poblacional.

Ahora bien, los historiadores debemos estar atentos a los anacronismos y prestar atención a las diferencias, sin que esto nos impida alguna comparación que nos ayude a pensar el presente. Algunas diferencias entre ambas pandemias son bastante evidentes: en primer lugar, la velocidad de la difusión de la epidemia es incomparable. Se supone que la peste negra tardó en expandirse aproximadamente varios años de China a Europa, mientras que el COVID-19 lo hizo en pocas semanas. Por otro lado, la peste del siglo XIV se limitó a Europa, Oriente y el Mediterráneo, es decir, al mundo “conocido” y en contacto en ese momento. Cuestión que evidencia la diferencia de escala de la “mundialización”. Asimismo, los altísimos niveles de mortalidad de la peste negra –se supone que entre el 40 y el 60 por ciento de la población de las ciudades falleció y entre el 25 y el 35 por ciento del total de la población europea murió a causa del bacilo– son espeluznantes respecto de los de la pandemia actual, que al momento de escribir estas líneas y tomando el total de la población mundial es mucho más bajo.

Otras divergencias tal vez son menos evidentes, como, por ejemplo, la radical diferencia que el término “peste” medieval tiene con el concepto de “peste” que maneja la medicina actual, o los modos en que los contemporáneos concebían la propia enfermedad.  En este sentido, y atendiendo a estas diferencias, me gustaría abordar en este breve artículo el modo en que los hombres y las mujeres medievales trataron de explicar la gran peste del siglo XIV.

 

Explicaciones para la gran pestilencia

La denominación “peste negra”, aplicada a la epidemia de peste del siglo XIV, no se popularizó en Europa hasta el siglo XVIII. El origen de esta expresión sigue siendo hoy día un pequeño misterio: hay quienes dicen que deriva de una ambigua traducción del término latino atra mors (muerte terrible que derivó en negra), otros que se origina en el color oscuro de los bubones, uno de los síntomas de la enfermedad. Lo cierto es que los medievales la conocieron como la maligna pestilencia o gran pestilencia.

Ahora bien, en un mundo donde no se sabía de virus y bacterias, ¿cómo se explicaba esta pandemia? ¿Cómo fue abordada y entendida esta pestilencia por una sociedad completamente atravesada por la idea cristiana de que el mundo natural y el sobrenatural se encontraban armónicamente entrelazados? Señalaré aquí brevemente dos modos no contradictorios de explicar la gran pestilencia medieval por sus propios contemporáneos.

 

La pestilencia, los planetas y el aire corrompido

Tradicionalmente, como señala Jon Arrizabalaga en su artículo “Discusos y prácticas: médicos frente a la peste negra”, la historia de esta enfermedad se ha escrito de acuerdo a su conceptualización médica actual, obviando la radical historicidad que encierra el término “peste”. De ahí que, con demasiada frecuencia, los términos latinos pestis y pestilentia presentes en las fuentes histórico-médicas se hayan identificado, de forma más o menos automática, con la entidad específica que la medicina científica occidental conoce actualmente como “peste”. Sin embargo, los términos “pestilencia” o “peste” utilizados por los médicos medievales tenían otro sentido, que remitía a algo nauseabundo y especialmente a la idea de aire corrupto. Precisamente esta noción era la base de la explicación médica de la peste que retomaba la teoría miasmática antigua, que suponía que las enfermedades eran producto de la contaminación del aire que producía el envenenamiento de los cuerpos.

¿Pero qué había contaminado el aire? Frente a la pregunta realizada por el rey de Francia a los doctores en Medicina de la Universidad de París, estos respondieron que “la causa primera y distante de esta pestilencia fue que el año de Nuestro Señor de 1345, precisamente una hora después del mediodía en el vigésimo día del mes de marzo, hubo una conjunción de tres planetas mayores en Acuario” que produjo, según lo explicado ya por el filósofo Aristóteles en su libro De las Causas de las Propiedades de los Elementos al hablar de la conjunción de planetas y sus efectos pestilentes, la ruinosa corrupción del aire que nos rodea.

Para escapar de la corrupción del aire, entonces, se recomendaba huir de lugares de alta concentración de gente, es decir, de las ciudades, y se llevaban adelante prácticas de purificación de los ambientes mediante fumigaciones quemando hierbas medicinales olorosas o realizando grandes fogatas. Algunas ciudades italianas tomaron decisiones estrictas: crearon los lazaretos, lugares de confinamiento para los infectados, y prohibieron la entrada de los enfermos a las ciudades. En Venecia, por ejemplo, se pusieron en cuarentena los barcos recién llegados, se cerraron los albergues y se tomaron medidas restrictivas para reducir la asistencia a los funerales, entre otras cosas. La idea del contagio, pues, estaba presente en la medicina de la época, aunque se basaba más en la idea del contacto con la ropa o el material pestilente del enfermo que con la posibilidad de contagio de humano a humano. Cuestión que se debatía, sin embargo, en los tratados médicos de la época.

Un dato interesante que plantea Arrizabalaga, y que de algún modo nos reinstala en el presente, es que el discurso médico universitario fue rápidamente aceptado por las élites políticas dominantes y desde el siglo XIV sirvió tanto de eje vertebrador de las medidas de prevención colectiva establecidas por ellas como de elemento clave en la legitimación social de las mismas. La porción de tratados de peste encargados por o dirigidos a las autoridades políticas desde la Peste Negra de 1348, y la presencia, desde muy tempranas fechas, de médicos universitarios en los órganos de poder político y en sus consejos de sanidad constituyen dos pruebas claras en favor de esta tesis.

La propia teoría de la corrupción del aire y en ocasiones del agua habilitó en algunas ciudades de Europa el desarrollo de teorías conspirativas que implicaron la persecución y asesinato de judíos y leprosos, acusándolos de haber envenenado los pozos de agua. La mayoría de los historiadores considera que fue el ambiente previo “antisemita” y de desconfianza hacia los leprosos lo que habilitó estas acusaciones. Si bien la autoridad máxima de la iglesia se preocupó por detener estas matanzas, mostraba en sus resoluciones la actitud discriminadora que caracterizaba a la cristiandad de la época. Así se evidencia en el texto del papa Clemente VI poniendo freno a la persecución: “Aunque nosotros justamente detestamos la perfidia de los judíos, quienes, persistiendo en su testarudez, rechazan la correcta interpretación de los dichos de los profetas (…) estamos conscientes sin embargo de nuestra obligación de ampararlos, por la razón del hecho que nuestro Salvador, cuando asumió su envoltura mortal para la salvación del género humano, encontró digno nacer del pueblo judío”.

 

La peste como castigo de Dios

Como se imaginarán, en una sociedad como la medieval, en la que lo que sucede en el mundo natural está en consonancia directa con lo sobrenatural divino, una de las explicaciones de la pestilencia fue la del castigo de Dios por los pecados cometidos por los hombres. Así se presenta en el Decamerón de Bocaccio cuando expresa “llegó la mortífera peste que, o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas, fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección”. Fijémonos que aquí no se presentan como antagónicas la tesis de la pestilencia del aire por la conjunción planetaria  que describimos recién y la de la ira divina. Esta articulación era completamente posible en un mundo en el que como sostenía el adagio medieval natura, id est Deus, Dios era la naturaleza misma.

La hermandad de los flagelantes encarnó profundamente esta interpretación de la pestilencia como resultado de la ira de Dios. Se trataba de hombres y mujeres mayoritariamente laicos que deambulaban por las ciudades, invadían las iglesias, etc., azotándose con látigos con puntas de metal en público imitando el sufrimiento de Cristo, salpicando sangre a diestra y siniestra, a modo de penitencia. La hermandad fue muy combatida por las autoridades eclesiásticas hasta que en 1350 el Papa Clemente VI dictó la bula Inter Sollicitudines, en la que prohibía la actividad flagelante, considerando la hermandad una herejía. Los miembros más importantes de esta fueron ejecutados y pronto se extinguió por completo en casi toda Europa.

La novedad de los flagelantes, que me parece interesante resaltar, no era tanto esa “locura” de la mortificación del cuerpo para alcanzar la salvación, cuestión que ya estaba en el centro de la dogmática cristiana con la aflicción de Cristo, sino que esa flagelación fuera llevada adelante por laicos en la escena pública y que permitiera, al salpicar sangre a quienes se encontraban cerca, contribuir a la salvación colectiva. Este y otros movimientos fueron en el fondo síntoma y consecuencia, como decía García de Cortázar, de una crisis de la sensibilidad vivida durante el siglo XIV que se profundizó a partir de 1378 con el gran Cisma de Occidente y que daría paso a profundas críticas a la iglesia romana.

 

Peste, ciencia y mercado

El recorrido que hicimos nos enfrenta, como imaginábamos, con diferencias y semejanzas. Por un lado, lo que llamamos “peste” no es lo mismo, ni se reconoce de igual modo, según el momento histórico en el que se desarrolla la enfermedad. Por otro, ciertas prácticas presentan semejanzas: mecanismos de aislamiento, cortesanos acompañados por doctos, intransigencia y paranoia que provoca el miedo a ese otro que puede ser o se lo considera peligroso.

Lejos estamos ya de aquellas interpretaciones místicas porque hemos afincado nuestra fe en la ciencia y nuestra confianza en el saber médico. No hay duda de esto, aun cuando aparezcan trasnochados que hablen de la condena de Dios en el siglo XXI, posición que ni si quiera acompaña en la actualidad el Papa. Sin embargo, esta explicación unívoca se agrieta cuando ahondamos en las marcas epocales de un neoliberalismo individualista que se hace presente tanto en los miedos irracionales que hacen del Otro (médicas, enfermeras, personal de la salud en general) un posible enemigo portador del virus, como en las declaraciones de guerra de distintos líderes políticos que proponen romper la cuarentena en aras del libre funcionamiento del mercado. El capitalismo se ha vuelto, como diría Walter Benjamin, una religión de culto.

 

05/05/20