POR HORACIO GONZÁLEZ.

 

La novela Los novios, de Alessandro Manzoni –evidentemente, una novela teológica–, cuya versión final es de 1842, pudo ser leída por innumerables interesados –tal su éxito– en Europa y América. Podemos encontrar en ella, quizás, la descripción más intrigante y escalofriante de una peste, expresión que de por sí carga el miedo, lo nauseabundo y la fatídica convulsión de los cuerpos contagiados entre sí, alcanzados por terroríficos bubones amoratados. En la novela de Manzoni la peste parece lo que llamaría un telón de fondo al tema de la separación obligada de los novios, Renzo y Lucía, por obra de una conjura maligna entre el señor del castillo que domina el lugar y el timorato párroco que está bajo su influencia. Se siente propietario de Lucía, pero Renzo es un trabajador de una artesanía de tejidos de seda, que no se queda quieto. Veremos así la lucha del joven artesano iletrado contra un patán cortesano que vive de francachelas y con una corte de familiares y leguleyos totalmente tomados por una abyección repleta de latinazgos y adulación lasciva.

Renzo imagina una treta para efectuar el casamiento llevando dos testigos sorpresivos a la casa del párroco, pero el intento fracasa y empeora su situación. La intervención del capuchino Cristóforo es decisiva para salvar a los jóvenes dándoles salvoconductos para dirigirse hacia la ciudad más cercana, donde no escasean conventos de refugio: Milán. Manzoni crea escenas de gran vivacidad, con una escritura muy retrabajada (que dice tomar de un escrito anónimo, otro juego muy original para el momento en que escribe). Leído en castellano, Los novios pierde sin duda la entremezcla de toscano, florentino, frases en latín o en francés, que hacen de Manzoni un fino observador de cómo desde el siglo XVII, en el que trascurre la novela, se forja el idioma nacional. En ese sentido, Gramsci, aunque lo critica, es uno de sus descendientes.

La cuestión del “telón de fondo” en las novelas del siglo XIX es de suma importancia, pues se podría decir que es la diferencia con las novelas posteriores, que innovan precisamente en la anulación de ese “telón”. ¿Dónde está en Joyce, en Proust? Toda acción es a la vez su propio marco social expresivo. Flaubert mismo hace imposible reconocer el “fondo social” del enredo amoroso repleto de desdichas de Madame Bovary. Pero en Manzoni el fino trabajo que hace sobre los telones de fondo –la novela es de 1842, las acciones transcurren en 1630 en el Milanesado gobernado por España– permite en primer lugar observar la relación problemática entre hombres del clero y la nobleza segundona lugareña. En el primer caso, los religiosos están vistos a través de sorprendentes contrastes entre el párroco rústico, gracioso pero utilitario, y el sacerdote converso que bordea el acceso místico y desafía a la nobleza monárquica que hereda el poder de los antiguos feudos, con una superior ironía, forma excelsa de condena a los grandes propietarios. Se trata de una relación de lo tenso que es la puja ritual en las conversaciones sobre intereses, y las exigencias que pone el novelista en mover el tejido dialogal con las argucias más acabadas de quienes con eso se hallan en duelo verbal. Vemos el filo, el brillo y la chispa que producen los floretes en el aire.

Otro tramo de honda espesura teológica nos pone ante las conversiones de los grandes malvados –uno de esos malignos se llama, con toda la fuerza de la paradoja, el Innominado–, cuya criminalidad es la más feroz y su conversión la más conmovedora. Manzoni encuentra para narrar la ferocidad en estado puro a un hombre poderoso, habitando su castillo inexpugnable con su ejército de desalmados torturadores. Se llama con el nombre que no tiene entidad de nombre. Se nombra así, Innominado, a lo que se señala imposible de nombrar, y para ello hay una palabra, justamente lo innominado. Se torna gran personaje y su conversión ante Federico Borromeo es uno de los momentos más conmovedores de la novela. El amor de Lucia y Renzo, por ser puro y estar verdaderamente atrapado por las tentaciones de Lucía de pasar al servicio de Dios haciéndose monja, no tiene la fuerza de esta escena en que dos hombres, el santo y el asesino, conversan sobre la salvación. El santo se las sabe todas, a su manera alberga el asesino en uno de sus pliegues porque es un verdadero teólogo, el del Cristo rugiente e implacable. Y el asesino lleva en su último pigmento y conciencia la duda de todas sus terribles acciones y hace verosímil –con lo difícil que es– una conversión donde cada uno de ellos –el cardenal Borromeo y el Innombrable– protestan sobre la propia injusticia que alberga el alma de cada uno. Competición para ver quien se inmola más, la maravilla retórica del conversor de almas.

Este Borromeo es un personaje histórico que funda la Biblioteca Ambrosiana, uno de los jalones de la vida intelectual destacados del siglo XVII. Durante la Peste, tanto él como el Innominado tienen un papel destacado, dando albergue, promoviendo conductas más sabias que la de los retorcidos hombres y mujeres, atrapados en sus prejuicios. Borromeo y el Innominado encaran la posible y acaso la imposible develación del misterio de la solidaridad o de lo que el cristianismo y otras doctrinas llaman “entrega”. Milán vista a partir de la peste es el espectáculo más importante que crea Manzoni. Desolación, injuria, cuerpos que se pudren en las calles, curas que esperan su muerte próxima en contraste con el impuso primitivo naturalista a salvar cada uno su vida, el habitante envuelto en miedos autodestructivos, la comadre que se apresta a denunciar todo lo que sus autoengaños ponen bajo su vista ofuscada, la actuación de las inútiles autoridades, la recolección de cadáveres por parte de ruinosos changarines y campanilleros –anuncian su presencia fúnebre–, peones de último rango, junta cadáveres, que también asumían el pillaje como paga. Hay escenas de madres muertas con niños amamantándose de un pecho exhausto para siempre (el tema del cuadro de Blanes) y retratos de una vivacidad incalculable de la vida intelectual mellada de la ciudad.

En medio de los reencuentros que ocurren en un horroroso Lazareto, donde la mugre y la putrefacción se hacen cargo de pilas de cadáveres y se produce el reencuentro de Lucía y Renzo a través del padre Cristóforo, que va allí a ofrendar su vida, se pone a rodar la leyenda de los untadores. Son todas las personas sospechadas de portar la peste y propagarla deliberadamente. Y aquí tenemos el otro personaje fundamental de la novela. Los untadores. Otros innominados –pues solo existen como mito de esa ciudad sitiada por lo que hoy se llama “enemigo invisible”–, pero se les dice untables, pues todos “untan” con el contagio a los demás, toda la comunidad es untadora y untable.

Brujería y Razón chocan en este gran folletín teológico. Federico Borromeo no cree que haya untadores, la población en general sí lo cree. Gramsci saludó esta novela de Manzoni por su aguda descripción de los tipos populares, aunque no la creyó superior a lo que con este tema hacen Tolstoi, Dostoievski y Shakespeare. Pensaba que Manzoni era un jansenista, intérprete absoluto de la Predestinación. Pero las comparaciones con las que mide a Los novios son de por sí sugestivas. Eduarda Mansilla tomó algunos temas de Los novios para su novela Lucía Miranda, donde a la “Lucía” del siglo XVII de Milán la ubica en Nápoles y la hace viajar cristianamente –no perseguida por la peste– hasta el fuerte Sancti Spiritu. Es ahora Lucía Miranda, la de la leyenda argentina.

Pero quizás sea más interesante observar que esta obra, a mi parecer, inspira el ensayo principal de Agamben, Homo Sacer. Allí se trata del hombre sagrado que por eso mismo está expuesto al sacrificio. En Los novios, los bandos del poder originan una barrera inmunitaria que transgreden los bandoleros y los que el poder desea denominar como tales. Esto también es la novela. En sus intervenciones en el caso del virus que recorre punzando a toda la humanidad, Agamben cometió el error de creer que era una invención de los “bandos de poder”, pero acertó cuando consideró de cuño actual la acción los “untadores”, aun en la época de la tecnología digital abrumadora. Todos señalamos y somos señalados.

05/05/20