POR GUILLERMO KORN.

 

Guillermo Korn es Director de Bibliotecas y Promoción de la Lectura del Ministerio de Producción, Ciencia e Innovación Productiva de la Provincia de Buenos Aires, y en el mes de septiembre participó en el XX Encuentro de Bibliotecas del Conurbano Bonaerense, sobre el que ya se informó en alguna anterior renovación de materiales de esta edición digital de Noticias UNGS. Aquí, el autor de Hijos del pueblo y Director Editorial de las recientemente creadas Ediciones Bonaerenses reflexiona sobre la experiencia de la lectura en este tiempo de excepción en que vivimos.

 

 

“…los libros que ingresan en nuestra vida
son como la radiación de un cuerpo negro,
apuntando hacia la expansión del universo”.
Livro, Caetano Veloso

 

En este tiempo, que no elegimos como propio, hemos visto que varios artículos periodísticos titulaban sus notas de manera similar a cómo elegimos encabezar estas líneas. Leer en pandemia, en esos casos, supone recomendar libros, acumular lecturas, listar autores y pedirles su testimonio sobre cómo pasan los días de aislamiento. ¿Por qué conocer esa experiencia en un escritor supondría un interés mayor al que puede generar el relato de un tornero sin labor, o el de una florista sin esquina?

La concepción romantizada de la literatura va en un sentido semejante cuando propone a la lectura como un complemento ideal que repone el tiempo –supuestamente– desocupado del encierro. Como obligación de volver productivo el parate (libros entre recetarios de cocina e instrumentos de gimnasia). O como entretenimiento, salpicón entre películas y series. Buscaremos darle, con menos certezas, otro sentido a la idea de leer en pandemia.

Como en el campo educativo, en el laboral y probablemente en todos los campos, la pandemia llevó a readaptar nuestras prácticas. También las lectoras. El tiempo de reclusión no garantiza la lectura. El hábito lector y el vínculo con el libro, al igual que otros planos vitales, han sido alterados. Así sucede, por ejemplo, con las niñas y los niños sin acceso a libros en sus hogares, cuya relación con la lectura se teje en las aulas, más aún si en esas casas no hay adultos que les lean, que dispongan del tiempo o de interés por esta práctica. Algo semejante sucede con quienes asisten a las bibliotecas populares y públicas, hoy cerradas por cuestiones de cuidado. Carencias y sesgos de clase, podría sintetizarse, pero no solo.

No son pocos los testimonios que ratifican que los ritmos de lectura –en quienes lo medían con esa pauta– han disminuido, que las lecturas de ficción fueron desplazadas por la lectura de noticias, de artículos en internet, de la búsqueda de noticias sobre un virus sobre lo que todo es desconocido, menos su poder catastrófico.

Ese dato lo repuso la antropóloga francesa Michèle Petit hará cosa de un mes, en la apertura del Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura que se realiza anualmente en el Chaco. Petit agregaba un dato que en las redes sociales circularon mensajes desde distintos países que resumían una misma dificultad: la falta de concentración en la lectura. Cada cual suponía que ese fenómeno se debía a causas personales, sin encontrar explicación a las razones que hacen suponer un problema común. Con el telón de fondo del miedo, la incerteza, la presencia de la muerte, los lectores anulan su práctica –continuamos glosando a Petit, autora de inteligentes y sensibles investigaciones acerca de la lectura– frente a la imperiosa presión mediática y su constante “llamado a leer y dedicarse a actividades culturales”.

La dispersión, la desconcentración, la búsqueda fragmentaria de rastros sobre todo aquello que no conocemos insinúa lecturas incompletas, fugaces visitas en sitios de internet, irrupciones. No es raro pensar entonces que este marco no es el más amable para leer en un sentido más clásico: hundirse en el diálogo con una obra, hacer revivir las palabras anteriores.

De todos modos, sabemos que cada libro es único, como también lo es cada lector. Que la variedad de lectores es tan heterogénea como los libros mismos. Desde quienes pasan del mundo de la literatura infantil a las sagas en su adolescencia, o quienes prefieren los diccionarios para sospechar que el todo es su universo, o se inclinan alas historietas más que a la historia, a la historia por sobre las proclamas amorosas, los ensayos a las certezas, la gauchesca a la indiada y así siguiendo. La lectura tiene mucho de práctica individual y mucho de colectivo. No hay un sentido unívoco en ello y cada cual busca su pulsión de mundo en lo que lee.

Por lo mismo, la lectura en pandemia tiene algo de roto. Porque las tramas de lo común se han resquebrajado, con cuidados que son colectivos y descuidos individuales, pero que afectan al conjunto. De allí que prefiramos evitar las afirmaciones a modo de sentencia sobre qué leer y qué no.  En parte porque resulta contradictorio con aquello que un escritor consagrado dijo respecto a dejar de leer aquello que nos esgunfia: “si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea El paraíso perdido –para mí no es tedioso– o El Quijote –que para mí tampoco es tedioso–. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean. Ese libro no ha sido escrito para ustedes”. La recomendación borgiana de pensar la lectura como una de las formas de la felicidad, sin asustarse por la reputación de los autores, apela a buscar “una felicidad personal, un goce personal” como modo de la lectura. No es un mal consejo en tiempos de pandemia.

Lo que Borges no comentó, pero que también permite desmitificar la literatura puesta en un pedestal, es la relación entre obras individuales y la construcción colectiva de la palabra. Vínculos que exigen esfuerzos (se les suele llamar “promoción”, “fomento”, “estímulo”), pero cuyos aspectos son múltiples. Tarea tan valedera como compleja, dado que no significa la conciliación sin más de un conjunto de personas a las que se imagina como colectivo, sino conformar una tensa puesta en común. Para ello apelamos a una cita del mexicano Daniel Goldin –reconocido editor, bibliotecario, promotor de lecturas, y fundamentalmente lector– cuando dice: “La palabra es el sitio donde se escenifica una disputa continua y soterrada entre nuestras diferentes apreciaciones del mundo, una lucha por interpretar v crear la realidad y por participar en ella. Con esa herramienta precaria y compleja, con ese instrumento esquivo, a la vez oscuro y luminoso, los seres humanos posbabélicos levantamos diariamente torres más humildes que la ambiciosa torre de la llanura de Sinar; construimos la comunidad donde vivimos, el hogar donde mutuamente nos consolamos y reconfortamos, la plaza donde buscamos y encontramos sentido. ¿Cómo podemos construir con un instrumento tan lábil? ¿Cómo hacemos para que no se derrumbe todo lo que con él edificamos? Sólo hay una respuesta: hablando, escribiendo, leyendo; es decir, generando nuevos encuentros y desencuentros, choques y enfrentamientos. Sucesivas aproximaciones a un sentido común, a un espacio simbólico que envuelve la totalidad de nuestra vida”.

Ambas reflexiones, tanto la de Borges como la de Goldin, nos convidan a su modo a seguir pensando que la lectura no va de la mano de aquello que se propone como una solución moralizadora o sacralizante. Antes bien: es placer, aventura, trama de la casa en común, lengua de las peleas y material para los sueños. Leer no es una obligación –ni en pandemia ni sin aislamiento–, sino un derecho que abre mundos al mundo.

 

 

06/10/20