CULTURA.

 

En 2007, Nicolás Prividera dio a conocer su documental M. Un film sobre la desaparición de su madre, trabajadora del INTA. Muchas discusiones abría la película. Entre ellas, la dificultad de construir ejercicios de memoria sobre lxs perejiles: lxs militantes sin renombre, lxs que no tenían responsabilidades en las organizaciones. En contrapunto con Los rubios, M procuraba un acto de justicia sobre el panorama entero de los reclamos. M es la inicial de madre y la de Marta Sierra. La de Memoria, también. En su brevedad condensa el esfuerzo por comprender los tonos y los dilemas que habitan todo esfuerzo de síntesis. Volver a enfocar el grafo para atisbar lo borrado en el trazo nítido.

M también es marzo y marchas, las que en ese mes transcurren, siempre conjugado entre el 8 y el 24, en ese arco precioso en el que se definen las plazas que son conmemorativas, políticas y festivas. En las que actualizamos un nosotrxs y respiramos la fuerza de lo que tenemos en común. Marzo es el mes del reencuentro con ese mar de gente, como escribió Ángela Urondo Raboy unos días antes del 24: “Necesito volver a marchar, como necesito volver al mar. Zambullirme de cabeza bajo las banderas como si fueran olas. Meterme a contracorriente, brazada a brazada, cada vez más profundo en la masa humana. Dejar que la multitud me atraviese, entregarme a la marea que me incorpora, disolverme en ella y dejarme arrullar por ese cuerpo enorme que somos en multitud. Sé que ahí, nos vamos a encontrar.” En los alrededores de esos encuentros, alimentamos otros: intervenciones culturales, escrituras, activismos políticos, actos de memoria, reuniones y producciones artísticas. Como si fueran fueguitos con los que se van templando los entusiasmos y convocando cada vez a más personas a ser parte de esos encuentros.

Marzo donó su M para engarzar en ella otras palabras y así hacer circular a su alrededor, con la arbitrariedad que da el signo, el acto lúdico de nombrar memorias, mujeres, Malvinas. M, entonces, como el imán al que se iban a ligar mesas redondas, muestras, conciertos, películas, danzas, teatro. M, dispositivo de memorias, siempre en plural, siempre heterogéneas, conflictivas, lacunares. Ahí, la historia del club de amas de casa en el barrio Manuelita: las mujeres nucleadas en la Unión de Familias Obreras, que se organizaron para que el barrio tenga un jardín de infantes y una escuela. Plantaron, y la muestra se complementa con semillas que quieren ir hacia otros barrios, para que nuevos fresnos den sombra y amparen historias. O la nueva obra del Elenco de Danzas de la Universidad, que festeja el umbral que significa el fin (o la puesta en suspenso) de la pandemia, como reencuentro vital y reparatorio. O El portazo, el estreno del Elenco de Teatro, que pone en escena la picardía popular y el humor insolente.

La M como imán atrajo muchas piezas, incluso libros y películas. Se presentó el detectivesco y fundamental libro de Cora Gamarnik sobre la Historia del fotoperiodismo argentino, entre 1965 y 1975, y una novela de Germán Pinazo, Memorias de Onoda, donde recrea una historia de ex combatientes de Malvinas. Cuatro décadas de la guerra de Malvinas y cinco de la masacre de Trelew, y esos hechos van quedando en las memorias sociales y merecen, una y otra vez, el esfuerzo reflexivo. Eugenia Guevara puso en escena una lectura performática de un libro que hace temblar: Veintiocho. Sobre la desaparición. Allí compone su escritura con la de su madre detenida-desaparecida. Ningún problema se retira, ningún conflicto se esquiva, todo es puesto en  el montaje: el dolor, el silencio, la colaboración.

Si algo recorrió tantos esfuerzos –los que nombramos y otros– es producir un estado de conversación, que pueda implicar a las personas más jóvenes en el trato de hechos sucedidos cuando no habían nacido. Es una de las tareas de una universidad, ese poner a disposición lo heredado –una lengua, un saber profesional, una biblioteca, un acervo cultural–, sistematizarlo e invitar a que otres participen y lo dispongan.

Entre los intensos momentos de esta M que se dibujó colectivamente en marzo, está el acto de homenaje a Horacio González: una muestra fotográfica y el bautismo de la biblioteca de la Universidad con su nombre. Homenaje a quien fue amigo de esta institución pero también al gran anfitrión del mundo de los libros, al que dio clases, escribió, dirigió la Biblioteca Nacional, publicó revistas y editó obras, para despertar vocaciones, alimentar el pensamiento crítico, generar un disfrute en la tarea intelectual.  En un viejo artículo, en la revista Fin de Siglo, González pensaba que la revolución no era algo que estaba en el pasado sino un resto siempre partido y donado, circulante. Tomaba la imagen de un hermoso relato de Louise Michel, militante de la Comuna de París, derrotada y desterrada en Nueva Caledonia. Allí estalla una rebelión indígena anticolonial y la mayoría de los desterrados se ponen del lado de Francia. Louise no: parte su echarpe rojo de comunera y se lo da a un rebelde. González piensa que ahí, en ese resto y no en una identidad original, está la revolución. De algún modo, esa idea de memoria circuló en esta M que fue buscando distintas texturas, imágenes, situaciones de conversación, obras culturales, porque nunca se trató de un original al cual guardar fidelidad sino de una incitación al esfuerzo colectivo por pensar juntxs qué hacer con los restos de nuestras memorias, duelos y deseos.

María Pia López

 

13/04/22