“NI UNA MENOS”

La marcha convocada bajo la consigna “Ni una menos” hizo visible una realidad contra la cual luchan y trabajan desde hace años diversas organizaciones, instituciones públicas y colectivos sociales. En consonancia con esta labor, desde hace tiempo la UNGS promueve distintas acciones tendientes a erradicar la violencia contra la mujer: la Diplomatura en Género, Políticas y Participación, la mesa de diálogo entre organizaciones sociales y representantes de los gobiernos locales para pensar políticas públicas, y una multiplicidad de talleres y espacios de reflexión sobre el asunto. Recientemente, a partir de una iniciativa planteada por la rectora Gabriela Diker, el Consejo Interuniversitario Nacional se manifestó contra la violencia de género y adhirió a la convocatoria “Ni una menos”, tomando como fundamento la resolución del propio Consejo Superior de la UNGS. Asimismo, a través de estudiantes, no docentes, profesores y autoridades, la UNGS estuvo presente en la marcha del 3 de junio pasado. Noticias UNGS invitó a dos especialistas, Valeria Paván y Marisa Fournier, a analizar tanto la masiva e impactante convocatoria de ese día como el rol de las instituciones en torno a esta problemática.

 

La educación contra la violencia de género

El femicidio es la forma más dramática e insoportable en la que se expresa una de las variopintas modalidades de opresión y violencia hacia las mujeres. Es la punta del iceberg, aquello que estamos dispuestos a ver, claro está, mientras no nos imaginemos, nosotros mismos, como femicidas, reales o potenciales. El femicidio no debe, sin embargo, opacar ni hacernos olvidar lo que lo habilita: las acciones microscópicas y cotidianas, las políticas e instituciones que intervienen en el nivel meso y, finalmente, los mecanismos macropolíticos y económicos que fundan y sustentan el poder y la obediencia patriarcal. Desde niñxs aprendemos (en nuestras casas, en la tele, en las jugueterías, en las escuelas, en la calle, en los centros de salud) que unos pueden verse beneficiados con el trabajo, el tiempo y la vida de muchas. Aprendemos también el menosprecio, la descalificación y la anulación de deseos, capacidades y expectativas que desdibujan los mandatos (relacionales) atribuidos a la buena hija, la buena hermana, la buena madre, la buena esposa, la buena abuela.

Según la información recabada por La Casa del Encuentro, el asesinato de mujeres por parte de varones con quienes ellas habían sostenido un vínculo íntimo es del 80%, y se centra fundamentalmente en maridos, amantes y novios que tienen entre 31 y 50 años. Las matan dentro de sus viviendas: las compartidas o las que alguna vez compartieron. Las víctimas suelen estar en plena edad reproductiva. Son momentos del ciclo vital en que se “afianzan” las relaciones de pareja (heterosexuales), en que la reproducción y la tenencia de hijxs son acompañadas por el recrudecimiento de los mecanismos de apropiación de cuerpos y subjetividades femeninas.

El femicida no es un enfermo, ni está enfermo. Antes avisa: “No sé para qué carajo querés hacer tal o cual cosa”, “Ni se te ocurra”, “No me provoques”, “Esto puede terminar mal”, “Te lo dije mil veces”. Las más de las veces suele responder a un corrimiento de los márgenes de dominación que él intenta imponer sobre ella. Cuando el asesinato sucede, el femicida ya se sentía dueño de la que murió. Los femicidios se producen sobre la base de relaciones sociales estructuradas en la desigualdad sexual, en las asimetrías de poder y en un esquema de jerarquías binarias construidas –social, cultural e históricamente– desde la trampa de la necesidad y la complementariedad en sus diferentes manifestaciones: “la media naranja”, el “sin vos no soy nada”, el “somos uno” y el enchufe “macho y hembra”.

En el “Ni una menos” marchamos juntxs quienes piden “mano dura” y quienes no. Así de compleja es la cosa. Si bien se requiere la penalización de quienes ejecutan estos crímenes, la cárcel no resolverá el problema. Necesitamos más y mejor intervención de los aparatos estatales responsables de evitar los femicidios: sistemas judiciales comprometidos, ágiles y eficientes, profesionales sensibilizados y alertas, garantía en el cumplimiento de “la perimetral”, o, en su defecto, más refugios para mujeres e hijxs que padecen violencia, amparo económico para las damnificadas, etc. (Mientras escribo no puedo dejar de pensar en el cartel que leí en un refugio para mujeres víctimas de violencia en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: “No se muerde la bota de quien te da de comer”).

En fin, la masividad y reacción en cadena que tuvo la convocatoria del 3 de junio nos obliga a mirar más acá. Se trata de revisar y desarmar el dispositivo que promueve la violencia sexista y de género. Cuando hablamos de dispositivo nos referimos a esa red difusa que enlaza la heterogénea multiplicidad de instituciones, procesos administrativos, discursos, reglamentos, leyes, enunciados científicos, creencias religiosas, suposiciones filosóficas y modos de sentir que fundan y perpetúan el patriarcado. Los dispositivos dicen y callan; lo dicho y lo silenciado son sus elementos constitutivos.

Lo que pasó el 3 de junio debería alertarnos sobre nuestra responsabilidad como agentes educativos en la deconstrucción de este dispositivo y en la construcción de subjetividades igualitarias y no sexistas. La educación interviene directamente en los modos de interpretar y actuar en las dinámicas sociales y en las relaciones interpersonales: es un componente fundamental del andamiaje de producción cultural y simbólica. Así como en determinados contextos histórico-políticos la ciencia y la educación se vieron atravesadas por el cuestionamiento y la crítica de las relaciones de explotación, la mercantilización de la vida y, más recientemente, la cuestión ambiental, hoy nos toca asumir un nuevo desafío. En nuestro país, la política pública más universal es la educación. Integrar en los contenidos curriculares, en los modos de relación y en la estructura institucional programas, proyectos, prácticas y miradas que revisen las desigualdades de género y reivindiquen la diversidad en todas sus formas, es uno de los aportes más significativos que podemos hacer para la prevención y la eliminación de las violencias y la promoción de los derechos de todxs.

Marisa Fournier
Investigadora docente
ICO-UNGS

ni una menos. por Nadia SilvaMarcha al Congreso #Ni una menos – Foto: Nadia Silva

#NIUNAMENOS

Abordar este tema tras la marcha del 3 de junio me inunda de emociones, las mismas que me invadieron apenas pisé la Avenida de Mayo caminando para reunirme con mis compañeros/as de la CHA y de “100% Diversidad”, lo que terminó siendo una misión imposible. La calidez de la tarde, las voces, los relatos y tantos cuerpos contribuyeron a que me adentrara en esa marea inmensa y tibia con una sensación de felicidad; sí, a pesar de lo horroroso que nos convocaba a la plaza.
Decidí entonces seguir sola ante la imposibilidad del encuentro; allí, donde justo ese día estábamos todos/as, lo heterogéneo reunido por una consigna que iba más allá del repudio absoluto al femicidio para exigir que el NO de las mujeres sea aceptado sin más, y que no traiga consigo la consecuencia del castigo. No me sentí sola porque todas estábamos dispuestas a poner la voz: mediante el relato quisimos mostrar nuestras marcas, esta vez, en la confianza de que el otro/a te escuchaba.
Fue la vivencia de algo que solo podemos construir en democracia y eso era lo que se respiraba en la plaza: agrupaciones políticas, organizaciones sociales, universidades, escuelas y colegios, artistas, políticos, etc. Pero sobre todo estábamos las mujeres en toda nuestra diversidad y no solo en el Congreso: estábamos en muchas ciudades del país, desbordando los espacios públicos, porque ese día la calle fue el mejor lugar para decir basta y para decir NO. Basta de violencia machista en todas sus expresiones, hasta aquellas más sutiles, que muchos progresistas manejamos con “naturaleza”.
Ese día algo cambió. La marcha #NIUNAMENOS fue un acontecimiento transformador y político. Las palabras patriarcado y femicidio han circulado como nunca antes en la lengua cotidiana, poniéndonos delante lo prioritario de esta reflexión. Y si bien es cierto que las mujeres hemos ido revirtiendo algunas injusticias (en distinta medida), todavía tenemos mucho por deconstruir para seguir construyendo.
La heterosexualidad obligatoria y la familia conforman la estructura básica del patriarcado para garantizar la continuación del modelo, estableciendo normas a las que deberíamos ajustarnos las mujeres “heteronormadas”, lo que implica de nuestra parte adaptarnos al contrato sexual de hombres con mujeres.
Finalmente pude encontrarme con mis compañeros/ras en la oscurecida Plaza de Tribunales. Nuestros carteles, acompañando a otros cientos de miles, todos distintos y diversos, decían basta: basta de violencia hacía la mujer trans.
Es corriente escuchar en charlas con mujeres trans que muchas han recibido la primera bocanada de violencia dentro de la familia, sometidas a todo tipo de tratos y de maltratos en el intento por reprimir aquello que en un momento ya no tiene otro camino que la expresión. Como parte del cuerpo social, la institución de la familia es la primera que excluye, en muchos casos con la salida literal del hogar, así sean niñas, adolescentes, jóvenes o adultas, sumándosele a esa patada inicial el desarraigo.
El sistema educativo, con sus mejores intenciones, sigue siendo la segunda gran institución social que excluye, mediante todo tipo de violencia, a las niñas y adolescentes trans.
Sin la inmunidad que proveen los lazos afectivos familiares, desarraigadas, excluidas del sistema educativo solo por expresarse como niñas o jóvenes trans, estas deben construir su identidad en la calle, prostituyéndose, entrando en contacto con más violencia mediante dichos, miradas, golpes, abusos, mediante la muerte acontecida por el bicho pero también por la mano del que mata por odio (ver el informe anual sobre crímenes de odio en www.cha.org.ar).
Otro derecho clave violentado es el de la salud. El Ministerio de Salud de la Nación reglamentó el artículo de la Ley de Identidad de Género (26.743) que regula la salud de las personas trans. Hasta el momento, lo que más abunda es el modelo tradicional de atención médica, que pretende, como único camino de entendimiento posible para las identidades trans, establecer procesos de superación de la experiencia para tener acceso a una vida ficticia y, por supuesto, no trans. A esto debemos agregar la dificultad de acceder a un trabajo formal y a una vivienda digna, y la exposición a la violencia social callejera cotidiana. Para muchas de estas mujeres trans la suma de tantas violencias implica que su expectativa de vida no supere los 35/40 años.
Nuestras pancartas clamaban contra todas estas violencias que también tienen que ver con el patriarcado, con el género y con el femicidio, aunque la compañera Lohana Berkyns, desde una reflexión en el suplemento “Las 12” del diario Página/12 del 12 de junio de 2015, nos sugiere el término de “travesticidio”, para que la sociedad también empiece a ver estas realidades y porque lo que no se nombra no existe. Por eso, el 3 de junio hicimos lo posible por decirlo todo en voz alta.

 

Valería Paván
Coordinadora del Área de Salud de la CHA

 

Fotos carrusel: #Niunamenos. Mafia