POR GERMÁN PINAZO.

 

Analizar el acuerdo que por estos días se está negociando con el Fondo Monetario Internacional (FMI) es un asunto difícil por varios motivos, pero fundamentalmente por uno: nadie (o casi nadie) quiere un programa acordado con la institución, pero nadie puede decir tampoco qué sucedería si no acordamos. Ahora bien, hay un dato que todos sabemos, o deberíamos saber, Argentina no puede pagar nada. Empecemos por esto último. 

La economía argentina viene acumulando superávits comerciales en los últimos dos años como hace mucho no lo hacía. En 2021 cerró el año vendiendo al exterior más de lo que compró por un total de más de 14 mil millones de dólares, con un valor de las exportaciones superior a los 77 mil millones; el registro más alto desde 2012. Así y todo, las reservas internacionales del Banco Central de la República Argentina (BCRA) se ubican en febrero de 2022 por debajo de los niveles en los que se encontraran a principios de 2021 y el Gobierno Nacional (GN) parece estar permanentemente al borde de una crisis cambiaria.

Esta frágil situación cambiaria pone en evidencia que es imposible pagar nada. Matemáticamente imposible. De hecho, ya es incumplible el cronograma de pagos de la deuda con acreedores privados que el GN reestructuró en 2020. En 2024, entre intereses y amortizaciones, Argentina debería pagar por los bonos emitidos en 2020 más de 4 mil millones de dólares y en 2025 alrededor de 10 mil millones. Y ya en los fantasiosos 2028 y 2029, los pagos deberían ascender a 12 mil millones. Dicho en otros términos, Argentina en un par de años debería, primero esperar que la situación externa continúe tan extraordinaria como hasta ahora, y segundo, “agarrar” todo (o una buena parte) de ese saldo exportable y dedicarlo al pago de la deuda externa. Imposible.

Primer asunto sobre el acuerdo con el FMI: no se está discutiendo si vamos a pagar, porque todos saben que Argentina no puede. ¿Qué se discute entonces? Como primera cuestión, si ese “no pago” se va a hacer en acuerdo con el FMI o no. Si vamos a “entrar en default con el fondo” o no. Pero no sólo eso, también se está discutiendo en qué condiciones estamos negociando y en qué condiciones podemos (o podíamos) hacerlo. 

Y acá el asunto se vuelve más complejo. En primer lugar, porque no hay experiencias cercanas de países del tamaño económico de la Argentina que hayan entrado en default con el FMI en la historia reciente, y por lo tanto es difícil saber qué esperar de una situación de una situación de no pago. Según el propio FMI, sólo se registran 32 casos de default prolongado (de más de seis meses), siendo el último caso el de Zimbawe en 2001. La mayoría de esos casos ocurrieron con países más pequeños y con una deuda mucho menor a la que tiene actualmente Argentina. Tampoco hay, por último, renegociaciones con quitas de capital, las cuales están prohibidas por los estatutos de la institución y de producirse en el caso Argentino abrirían un antecedente “peligroso” para un institución que está formada por y presta el dinero de países.

En resumen, es muy difícil saber qué pasaría si Argentina decide unilateralmente no pagar. Los defensores de las negociaciones que lleva adelante el GN sostienen que este punto es clave: no se puede no acordar, nadie entra en default con el FMI. Al ser una institución conformada por países (y por lo tanto ser una deuda de Argentina con las grandes potencias mundiales, no sólo Estados Unidos), un default prolongado podría traer sanciones diplomáticas de todo tipo, comerciales, de retaceo de proyectos de inversión, que agravarían de un modo irreparable la frágil situación de la Argentina. El propio Alberto Fernández señaló el fin de semana posterior al anuncio del pre-acuerdo: “si el viernes no firmábamos, hoy no estaría hablando con usted sino analizando si decretábamos feriado cambiario el lunes”.

Pero, aunque tiene evidentemente puntos atendibles, hay dos trampas atrás de este razonamiento. En primer lugar, más allá de que todos y todas sepamos que una situación de default agravaría la frágil situación económica argentina, es imposible saber cuánto y es imposible contrastarlo contra lo que efectivamente sabemos que la va a agravar el acuerdo actual. En segundo lugar, aunque concluyamos que era necesario acordar, eso no quiere decir que el acuerdo al que se llegó y, sobre todo, el modo en el que se llevaron y se llevan adelante las negociaciones, haya sido y sea el único camino posible.

Sigamos por lo segundo. Al pre-acuerdo de febrero de 2022 se ha llegado en una situación de extrema fragilidad, estamos de acuerdo, pero, ¿podría haber sido distinto? Al principio de esta nota decíamos que están entrando dólares casi como nunca por el canal comercial, pero que esto no se ha traducido en acumulación de reservas. ¿Qué paso? En su reunión con los gobernadores de enero de 2022, el ministro Martín Guzman dijo que «los pagos al exterior por deudas financieras en moneda extranjera del sector privado han sido, en estos dos años, el principal factor que explica que el superávit comercial no se tradujera plenamente en aumento de reservas internacionales».

¿Se hizo algo sobre esto que el ministro comenta? Nada o poco. Durante estos dos años el Estado Nacional subsidió el pago de esas deudas. Sí, así como suena. Dicho de manera esquemática, durante estos dos años, toda empresa que declaró una deuda externa accedió a un dólar “oficial” más barato que cualquier otro dólar. Y este acceso a un dólar subsidiado es una de las causas principales de la salida de dólares de la economía argentina. No importa incluso si esta deuda sea con una casa matriz o con otra empresa del mismo grupo. De hecho, el mismo ministro reconoce que llama la atención la magnitud con la creció el stock de deuda externa privada durante el macrismo; el cual alcanza hoy la friolera de casi 80 mil millones de dólares (42% de las cuales son “deudas” intra-grupo o, en castellano, autopréstamos). Aún hoy, con un dólar ilegal o paralelo que supera los 200 pesos, y un BCRA agotado, algunas empresas privilegiadas sacan dólares del sistema financiero argentino a menos de 115 pesos.

Tampoco se exploró ninguna posibilidad de denunciar el cúmulo de irregularidades que  signaron la deuda con el FMI. Algunos sostienen que como Macri fue electo democráticamente, esto convierte a la deuda tomada en un hecho político no judicializable. Pero no es cierto. Para empezar, la elección democrática de un mandatario no lo convierte en monarca plenipotenciario. Y la deuda tomada con el FMI viola flagrantemente no sólo la necesidad constitucional argentina de que ese tipo de préstamos pase por el Congreso de la Nación, si no los propios estatutos del FMI. Efectivamente, el préstamo otorgado viola explícitamente varios artículos del Fondo, por el monto otorgado (que excede tres veces lo que podía prestar la institución) pero también por el destino (financiar la formación de activos externos) y la insostenibilidad en la que el propio fondo había señalado que se encontraba la Argentina en 2018, y que desaconsejaba por lo tanto un préstamo de tamaña magnitud. El propio representante estadounidense en el organismo admitió que fue un préstamo destinado a financiar la campaña de Mauricio Macri y éste dijo, muy suelto de cuerpo en declaraciones recientes, que el cronograma de vencimientos fue acordado a sabiendas impagable para condicionar a un futuro gobierno en caso de una derrota de Cambiemos.

El FMI forma parte de Naciones Unidas, y el estatuto de esta última habilitaba a la Argentina a ir a la Corte Internacional de Justicia en caso de que existan diferencias entre el país y el FMI (que es miembro de la ONU) sobre la naturaleza del préstamo. Pese a que es muy probable que el fallo sea adverso, haber avanzado en darle institucionalidad a los reclamos de la Argentina, podría haberle dado visibilidad a lo que, a todas luces, fue un préstamo político otorgado con el único propósito de condicionar la democracia local. Si es cierto que el FMI es un organismo formado por países y que el factor diplomático y geopolítico es un asunto clave, la denuncia podría haber sido una herramienta para motorizar algún tipo de alianzas con las cuales negociar al interior de la institución. También hubiera permitido, quizás, que no sea totalmente gratuito para la alianza que encabeza Mauricio Macri y sus aliados, el haber subordinado la soberanía argentina por generaciones y generaciones. De hecho, el acuerdo, al no ser una refinanciación del préstamo anterior si no un nuevo préstamo, legitima y vuelve más difícil la disputa sobre la irregularidad del préstamo original.

En lo que respecta, por último, al contenido “técnico” del pre-acuerdo firmado, dos cosas. Por un lado, es cierto (como sostienen los defensores locales del mismo) que las exigencias en materia de reducción del déficit fiscal no son tan “duras” como han sido en otros casos y que el cronograma de pagos, que se extenderá por más de diez años, no contempla (al menos no ahora ni explícitamente) los ajustes estructurales habituales del FMI que son comunes en estos casos (reformas previsionales, laborales, privatizaciones). Pero, por otro lado, sería contradictorio pensar que si el FMI estaba tan preocupado por la reelección de Macri, no tiene ningún interés ahora en la reelección del Gobierno del Frente de Todos, máxime en un contexto como el actual en América del Sur, con la probable elección de Lula, el Gobierno de Arce, y el de Boric en Chile. En este sentido, si bien el acuerdo contempla un déficit fiscal del 1,9% del PBI (lo que supone una reducción no tan drástica como podría esperarse) para el año electoral de 2023, sólo permite que éste sea financiado en un 0,6% por el BCRA. Es decir, el Gobierno deberá endeudarse en el sector privado (porque no podrá hacerlo mediante emisión monetaria) para financiar el gasto público en un año electoral, en un contexto donde las autoridades del organismo vendrán cada tres meses a ver si efectivamente se está cumpliendo la pauta de no emisión. En caso de que el Gobierno no la cumpla, la amenaza del default será una constante que resonará las 24 horas, todos los días de la semana en los medios de comunicación. 

En muy resumidas cuentas, un balance provisorio según quien escribe podría ser el siguiente: 1) el acuerdo no es “todo lo malo” que podría haber sido y que han sido otros acuerdos similares, 2) es y será (sobre todo en 2023) un condicionante de la política económica del GN, que muy probablemente tenga que decidir entre ajuste y una nueva amenaza de default, 3) no se han desplegado, ni de cerca, todas las herramientas que se podrían haber utilizado para llegar en una mejor posición al 2022 y el acuerdo firmado dificulta, aún más, su implementación.