POR LUCIANO CIRUZZI.

 

Cuando comenzó en nuestro país la experiencia del aislamiento social obligatorio como modo de combatir la epidemia que hoy ataca al mundo entero, esta revista decidió que durante todo el tiempo que durara esa novedosa situación sostendría su conversación con sus lectores y lectoras de manera virtual. Nació así este número especial de Noticias UNGS, al que le hemos dado el título de “Tiempo-ahora”. La expresión traduce un neologismo acuñado por el filósofo alemán Walter Benjamin en sus notables Tesis de Filosofía de la Historia. En el mes en el que se cumplen 80 años de la muerte (del suicidio) del autor de esas Tesis formidables, Luciano Ciruzzi reflexiona aquí sobre el modo en que ese concepto tan potente puede ayudarnos a pensar nuestro presente con mayor justicia.

 

I.

Si diéramos crédito a la idea de que la pandemia vino a desorganizar el modo en que nos relacionamos con el tiempo, si concediéramos, sin demora y sin objeciones, esta tesis, la tesis de que el efecto principal del coronavirus, visto desde una supuesta perspectiva filosófica, tiene que ver con el estallido de las agendas cotidianas y con el bailoteo arbitrario de las agujas del reloj, estaríamos entonces abandonando la oportunidad de pensar el hondo problema del tiempo en su verdadera dimensión; estaríamos, en rigor, banalizando la cuestión de la misma manera en que, de hecho, se la ha banalizado en las intervenciones públicas de algunos profesores y divulgadores de filosofía. Se ha repetido en foros mediáticos que la pandemia revelaría la constitución subjetiva de la experiencia del tiempo; que el conteo de las horas sería, en verdad, una tarea cualitativa de la conciencia y no una operación cuantitativa de los cronómetros. Sin embargo, estas rimbombantes conclusiones, analizadas con detenimiento, presentan una consistencia simplona y baladí. No hay que dedicarse a la filosofía para comprobar que algunos días se hacen más largos que otros, aunque todos duren veinticuatro horas.

La centralidad del problema del tiempo tuvo lugar en las filosofías de algunos pensadores de la primera mitad del siglo XX, pero siempre, en todo caso y más allá de métodos y divergencias de escuela, fue planteado en relación con el problema de la historia. Sobre la base de qué concepción del tiempo –este es el asunto– se han fundado los modos de referir el pasado y de determinar la injerencia de lo que ha sido sobre el sentido de la propia existencia. Muy probablemente, las páginas más importantes sobre este tema las haya escrito Martin Heidegger en Ser y Tiempo, especialmente en la segunda parte, donde el filósofo desarrolla el análisis de las así llamadas “concepciones vulgares” del tiempo y de la historia. Sin embargo, si de lo que se trata es de pensar estos conceptos, pero de pensarlos, además, sobre el horizonte de un mundo asolado por el terrible fenómeno de la pandemia, el nombre que centellea una vez más, como solicitando una invocación urgente, es el nombre de Walter Benjamin. Pocos filósofos han experimentado como él en carne propia la gravedad de su propio presente; pocos han sentido tan hondamente la necesidad de abrir caminos por medio del pensamiento en las horas más oscuras. Escribió las Tesis de filosofía de la historia huyendo del nazismo; las escribió porque consideraba que había que trasformar con premura los modos en que, desde la modernidad, se había concebido la historia, esa misma historia que consagraba la barbarie más atroz y destinaba las causas justas al olvido. Cumpliéndose en este septiembre 80 años de su trágica muerte, vale la pena recordar su figura y recuperar alguno de los sentidos posibles del concepto de tiempo-ahora, concepto que es central en aquel último texto y que, por otra parte y no casualmente, ha inspirado el nombre que lleva este número especial de esta revista.

 

II.

Benjamin es claro en su objetivo más inmediato: hay que evitar el conformismo. El peligro mayor es aceptar la pretendida historia universal, en cuyo enaltecimiento se regocijan los vencedores del presente. La historia construida según el procedimiento de adición de hechos, uno a uno, en un ordenamiento progresivo, determina la fosilización de todo tiempo pasado, como un museo definitivo y disponible solo para el historiador que busca datos, fechas o anécdotas. Bajo esta concepción, el presente representaría una instancia transitoria incluida en la línea rectora del progreso, que avanza sin altibajos hacia una humanidad cada vez más tecnologizada, eficiente a la hora de producir, y superior desde el punto de vista del conocimiento científico positivista. Aceptadas estas premisas, todo reclamo de justicia se vuelve vano o ingenuo, ya que el ámbito de las disputas políticas se reduce al huidizo presente, sin memoria y sin tradición, como si la desigualdad y la explotación fueran solamente un problema de los vivos. En este sentido, según Benjamin, la posibilidad de desarticular esta instrumentación oprobiosa de la historia se juega en el programa de una verdadera crítica del concepto de tiempo que se supone a la base.

¿Cuál es, entonces, ese particular concepto de tiempo, engranaje demoníaco del relato de los vencedores? En primer lugar, se trata de un tiempo continuo, es decir, sin interrupciones ni sobresaltos; además, es homogéneo y vacío: se lo representa como una línea de puntos sucesivos e idénticos entre sí. Es allí, sobre este tiempo unidimensional y cuantitativo, donde tiene lugar la construcción del dogma del progreso. El instante presente enmudece el instante anterior; el futuro, a su vez, ensombrecerá el presente: una progresión que, según el filósofo, es una especie de viento huracanado que empuja a los seres humanos hacia adelante, dejando detrás, debajo de la alfombra del pasado, la verdadera historia de las infamias del capitalismo. 

Así las cosas, la propuesta de Benjamin es la de modificar esta experiencia del tiempo, de manera tal que el pasado no represente solo una instancia cronológicamente anterior respecto del presente, sino que, en cambio, constituya su fuente y su origen. Así, frente a la ley histórica del progreso y su linealidad temporal, el filósofo opone el concepto de “tiempo-ahora” (Jetztzeit), una invención que refiere el contenido de verdad que anida en todo acontecimiento pasado, listo para ser traído a la luz del presente, pero no como un recuerdo sacado del baúl del historicismo ortodoxo, sino como una actualización en la que se redime la memoria de los olvidados. El “tiempo-ahora” es el tiempo pleno, lleno, que permanece latente, aguardando el momento de su irrupción mesiánica en el instante de la acción revolucionaria. De esta manera, el proyecto benjaminiano no busca, sin embargo, contar otra historia y cambiar, digamos, unos hechos por otros, ni intenta reemplazar un discurso oficial por otro alternativo. El proyecto es más profundo y más radical: se busca restituir al pasado su potencia emancipatoria a partir de la recuperación de la experiencia de los oprimidos y de los excluidos de la historia.

Benjamin logra congeniar una visión materialista de la historia con una concepción mesiánica del tiempo. Esta doble matriz filosófica y religiosa le permite mantener, pese a algunas desilusiones, una firme convicción en la posibilidad de una revolución que modifique las condiciones materiales y espirituales de la humanidad y al mismo tiempo, sin deponer aquella convicción, abrigar la esperanza –que no la expectativa racional– de un futuro en el que se recupere de algún modo el paraíso perdido, sobre la base del dictum “el origen es la meta”, que atraviesa gran parte de su pensamiento. En este sentido, el concepto de tiempo-ahora resulta una contribución decisiva a la vitalidad del historicismo materialista, en la medida en que permite religar un proyecto teórico con un pasado que parecía, incluso para el mismo materialismo, demasiado anclado en la facticidad del progreso. Por eso, si algo caracteriza al giro originalísimo de Benjamin en estas Tesis es la idea de que, allí donde todo parece ruinoso, la chispa de la esperanza se enciende si se lucha, en primer lugar, por el derecho a la justicia de los muertos. 

 

III.

Sobre el final de la tesis VIII leemos una consideración acerca del asombro (Staunen). Se trata de la sensación que el propio Benjamin experimenta frente al estado de cosas que presenta el mundo durante aquellos años macabros. Aclara, sin embargo, que este asombro no es nada filosófico; no es, podemos interpretar, el estupor griego frente a la naturaleza; no es, tampoco, la conmoción del romántico que mira los astros y decide, en consecuencia, iniciar el camino de la investigación teórica. Es un asombro que espanta y es el estado anímico que movió a Benjamin a redactar con urgencia este texto decisivo. En este sentido, antes de sacar conclusiones apresuradas, cabría preguntar si, en efecto, frente a la evidente oscuridad que se cierne hoy sobre el planeta, tenemos o no una sensación semejante desde el punto de vista anímico. Podríamos preguntar –esta es la intención– si se registra o no lo desesperante como desesperación; si se experimenta lo increíble con incredulidad; si lo terrible produce alguna clase de conmiseración. Porque si esto no fuera así, y si, por ejemplo, frente a la pandemia, nuestra capacidad de afección en términos de las implicancias sociales del virus fuera prácticamente nula, y si el sentimiento más común consistiera, pongamos por caso, en una dolencia egoísta o en una patología psíquica indiferente a la realidad social, entonces se impondría una nueva pregunta, anterior o, en verdad, paralela a la pregunta por el efecto del tiempo sobre la historia y el lugar de la pandemia en ella; se impondría el interrogante acerca de qué clase de obturación o qué coartada de la sensibilidad es aquella que impide que vivamos lo injusto con indignación y enojo, y lo triste, tristemente.

 

IV.

¿No se jugará allí, entre lo que efectivamente sucede y el modo en que ese suceso repercute en la conciencia de cada quien, una peculiar temporalidad que nos aleja cada vez más de los hechos y nos impide, por eso mismo, inscribir el fenómeno de la pandemia dentro de una historia que sea precisamente nuestra historia? Y si no: ¿cómo explicar la viralizada indiferencia de las sociedades ante el fantasma de Polinices, el hermano insepulto de Antígona, que recorre en estos días las calles de nuestras ciudades, esperando desde siempre los ritos funerarios?

 

 

15/09/20