EL MUNDO DEL TRABAJO.
En un contexto de profundización de las políticas gubernamentales de ajuste económico y de estímulo a la financiarización de la economía, el autor de esta nota, investigador docente del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad y especialista en temas laborales, reflexiona sobre los modos en los que funciona hoy, entre nosotros, el mundo del trabajo y la acción sindical.
Cuando el pasado 25 de septiembre promediaba la jornada de paro general convocado por la Confederación General del Trabajo (CGT) y las dos vertientes de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), Autónoma y De los Trabajadores, la agenda política dio un giro rotundo al conocerse la renuncia de Luis Caputo a la presidencia del Banco Central. La noticia acrecentó la incertidumbre por el impacto que podría causar en la renegociación del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), llevada adelante en Nueva York durante esos días por el equipo económico del gobierno. El presidente Mauricio Macri, por su parte, estaba en Washington para participar en la Asamblea General de las Naciones Unidas y sus declaraciones sobre esa jornada de contrastes se ajustaron a las urgencias bursátiles; sobre el paro deslizó una escueta felicitación “a los argentinos que contra viento y marea fueron a trabajar”. Importa señalar que el reclamo popular contra la política económica de su administración fue generalizado y tuvo alto acatamiento en la Ciudad de Buenos Aires, el conurbano bonaerense y varias de las principales ciudades del país, donde las dos CTA, el sindicalismo de base de raigambre trotskista y varios movimientos sociales habían iniciado la medida de fuerza medio día antes (el lunes 24), con concentraciones y movilizaciones. Pero el ritmo ajetreado de la crisis financiera y sus coyunturales resoluciones eclipsaron la protesta.
Estas circunstancias no son exclusivas del caso argentino ni se remontan al último lustro. Por el contrario, marcan una tendencia entre crisis financieras y mundo del trabajo en las economías capitalistas desde hace ya unas tres décadas. Dicho brevemente, ante cada nuevo episodio de crisis global resurgen fortalecidos las instituciones y los actores ligados al capital financiero en detrimento de aquellos ligados a la economía productiva, básicamente empresas y sindicatos. No se trata de distinguir en forma maniquea entre buenos y malos sino de señalar que tal tendencia abre el telón de un escenario en el que la dinámica del capitalismo financiero no resulta desacreditado ni es condicionado por cambios fundamentales que alteren su funcionamiento; antes bien, las instituciones que coordinan y controlan sus zigzagueos redefinen reglas para reencausar el derrotero anterior al episodio de crisis. En tales coyunturas, el mundo del trabajo reacciona cada vez con más dificultades para impedir, detener o por lo menos obstaculizar la etapa actual del capitalismo.
Es lo que pasó hace exactamente una década cuando en septiembre de 2008 quebró Lehman Brothers, uno de los principales bancos de inversión de los Estados Unidos, y provocó una crisis internacional con efectos dispares para el mundo financiero y el del trabajo. Luego de unos meses de incertidumbre, el mundo financiero recuperó su vigor y restableció la confianza global mientras que el mundo del trabajo soportó un nuevo repliegue con despidos masivos en las industrias de manufacturas con importantes niveles de sindicalización aún e, incluso, entre el personal de los bancos y oficinas bursátiles de todo el mundo. Subrayémoslo: no se trata de bancos contra fábricas… En Europa, por ejemplo, los sindicatos reaccionaron casi de inmediato a la coyuntura y sus respuestas cubrieron dos frentes: de un lado, buscaron visibilizar el conflicto a través de la ocupación de lugares públicos muy destacados de determinadas ciudades (por ejemplo, el frente del Coliseo en Roma), el secuestro de los directivos de las empresas donde iban a cerrar plantas (el llamado “bossnapping”), e incluso algunas muy peligrosas, como la amenaza de suicidio de quienes se manifestaban (en Francia, en octubre de 2009, lo hicieron trabajadores de la empresa Telecom). Del otro lado, buscaron reformular los acuerdos de cooperación tripartita con empresas y gobiernos, pactando reducciones de la jornada laboral o congelamientos salariales con la expectativa de conservar los puestos de trabajo y de que los gobiernos absorbieran –tal su promesa– el impacto social de los despedidos y desempleados1. El contraste entre las medidas a favor de uno y otro de estos universos dejó al descubierto la asimétrica fuerza de sus principales actores para influir a favor de sus intereses: mientras que los resultados de las negociaciones tripartitas reflejaron el combate en retaguardia librado por los sindicatos en las principales economías industrializadas, el auxilio institucional y gubernamental al capital financiero mostró el peso de sus principales agentes y su rápido retorno a los mercados.
Frente a este tipo de crisis y sus soluciones, el golpe asestado al mundo del trabajo afecta distinto a las heterogéneas capas que actualmente lo conforman. Tengamos en cuenta que luego de cada evento de crisis las negociaciones laborales explicitan a menudo el retroceso sindical por conservar niveles de salario y condiciones de empleo para los sectores más calificados; en consecuencia, también para preservar niveles de sindicalización. Consecuentemente, mucho más dura es en tales contextos la situación para quienes constituyen el universo del trabajo precario e informal y que, en muchos países, lo pueblan además inmigrantes que soportan condiciones de trabajo y de vida muy difíciles, que los sindicatos no siempre contemplan como reivindicaciones de su tipo.
La ecuación es simple: si las economías están hoy mucho más expuestas a los vaivenes del capital financiero que a las proyecciones de la inversión productiva, el margen de maniobra de sindicatos y empresas es bastante estrecho y, según los casos, de escasa influencia ante tales vaivenes pero, paradójicamente, bastante sensible a sus efectos. En las economías periféricas, tales efectos golpean más duro aun cuando su impacto respecto de las centrales se rezague por su propia condición dependiente.
Este es el cuadro dentro del que se desenvuelve la acción sindical en el mundo hoy. Las protestas laborales y sindicales en la Argentina de estos años no escapan a este marco general. La inflexión del gobierno de Cambiemos agrega, sin embargo, otros factores. El primero es que, a diferencia de los kirchneristas, éste emitió desde un comienzo señales claras de retorno hacia los negocios del capital financiero y a los organismos internacionales que lo custodian. El segundo es que no ha forjado con los sindicatos una alianza ni económica ni política (recordemos que, hasta comienzos del segundo gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, el grueso del sindicalismo fue protagonista de la coalición social que había alentado y liderado Néstor Kirchner, garantizando paz laboral y moderación salarial, y contribuyendo a recrear la cultura obrero-sindical del peronismo tras la década peronista neoliberal de los años noventa). En ese sentido, uno de los interrogantes al inicio de la gestión macrista era si por fin un gobierno no peronista soportaría la embestida del sindicalismo peronista y no sucumbiría como los gobiernos de la Unión Cívica Radical de fines de los años ochenta y de la Alianza del cambio de mileno. El modo en que gobierno y sindicatos encararon el día después del paro general de fines de septiembre muestra claramente el recortado poder de fuego del todavía llamado sindicalismo peronista. Este sindicalismo, en sus distintas composiciones organizativas, le ha realizado ya a este gobierno cuatro paros generales; tras el último que organizaron no hubo ninguna reunión oficial con la dirigencia sindical para revisar aunque sea algunas coordenadas. Peronista o no (quedará para otra nota un análisis sobre el vínculo entre sindicatos y demás actores peronistas), este sindicalismo es el más influyente y poderoso porque representa a los sectores de la actividad productiva y de servicios más dinámicos de la economía, formalmente integrados en las instituciones reguladoras del mercado de trabajo, y también porque en el contexto de una economía inflacionaria, es este sindicalismo el que reedita en sus negociaciones neocorporativistas con las empresas y el Estado moderación salarial y paz laboral por conservación de los puestos de trabajo, concesiones corporativas y otras compensaciones organizativas. Dicho de otro modo, lo que estos sindicatos acuerdan traza el techo, o el piso, según sea el caso, para las capas del mercado de trabajo no reguladas bajo estas pautas.
Ante escenarios críticos, la respuesta habitual de este tipo de sindicatos busca reconquistar poder apelando a su gravitación en las instituciones laborales y reclamando la renovación de pactos previos o, por lo menos, de políticas compensatorias que contribuyan a contener la acción conjunta. El gobierno de Macri administró la pulseada con estos sindicatos con la devolución en etapas de una deuda millonaria del Estado a las obras sociales sindicales; esto atemperó sus expectativas y condicionó su acción contenciosa a una sostenida temporada de quietud. Sólo la presión de los sindicatos de las CTA y los movimientos sociales llevó a los sindicatos de la CGT a convocar cada una de las huelgas generales realizadas. La otra respuesta frecuente, aquí y en las economías centrales, es la de sindicatos y movimientos sociales que procuran conquistas para los más desprotegidos y cuya acción colectiva confronta generalmente al Estado. El número de los desprotegidos se viene incrementando a escala mundial y no sólo por las olas periódicas de despidos sino además porque las nuevas generaciones que ingresan al mercado de trabajo ya lo hacen en condiciones de mayor precariedad laboral. Precariedad que, además, se solapa con otros condicionamientos, como la inmigración, la etnia, el género u otros rasgos de colectivos identitarios minoritarios que entran en tensión con la inserción laboral y no siempre cuentan con el respaldo de las organizaciones populares más firmemente asentadas.
En el caso argentino, dichas tensiones están aún bastante ligadas a la división entre formales e informales y la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP) ha ganado terreno en la representación de estos últimos. La CTEP quiere ser parte de la lógica sindical, pero la suya es una que hunde sus raíces en la de los movimientos sociales. Procura ser parte de la CGT y, por lo tanto, del universo de los trabajadores, pero no logra incorporarse a los estamentos sindicales y se dilatan el espacio y las temporalidades entre clases trabajadoras y populares por su reorganización. En el camino quedan pendientes aún dentro del mundo del trabajo las batallas por el género, la etnia, las diferencias generacionales, entre otras cuestiones reivindicativas. Ésa es la agenda que incentiva hoy la reorganización de los trabajadores, aquí y en otras regiones del mundo, y es la que evaluará cada vez con más firmeza el involucramiento de las centrales sindicales históricas en estas reivindicaciones, independientemente de si los gobiernos son o no peronistas.
Martín Armelino
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“Con unidad la lucha es posible”. Entrevista a Eduardo Caprarulo.
1. Puede consultarse Socio-Economic Review (2010) 8, 341-376, que reprodujo las principales líneas del foro sobre trabajo y crisis financiera global organizado por SASE (Society for Advancement of SocioEconomics) pocos meses después de la bancarrota de Lehman Brothers.
Foto: Revista Anfibia.
Foto: Pablo Cuarterolo.