OPINIÓN.

 

La palabra es bella. Con resonancia irónica, ese diminutivo. Creo que la usa Mauricio Kartún en Terrenal, y como el teatro es fuente de toda reflexión la traigo por acá. Ritualito, también el que nos reúne en un teatro, en una ceremonia de graduación, en el modo en que nos preparamos para matear, o la secuencia de los pasos necesarios para festejar o conmemorar. La pandemia y los cuidados y aislamientos y distancias puso en suspenso muchos ritualitos. Todos los que demandaban la presencia en común, la cercanía, el apretujón, el roce. Suspendidos ante la primacía de las pantallas y una nueva lengua de la conectividad que nombra conexión a la separación corporal.

No pocas consecuencias políticas tienen esos pasajes. Por un lado, la reclusión es encierro en la burbuja de opiniones ya consabidas, mediadas por un algoritmo que actúa para remachar lo que ya elegimos, con redes construidas para que caigamos no después de un salto al vacío, sino en una especie de modorra de la cual no podemos levantarnos, tan cómodas estamos. Y por otro lado, la islita mediatizada en la que vivimos nos expone a todo tipo de circulación de palabras falsas, las fake no tan news, tan desligadas de la experiencia que no sabemos con qué contrastarlas. Eso es la pandemia, menos el laboratorio de nuevas formas de vida emancipadas de las coerciones laborales, que la experimentación dramática sobre la subjetividad: ¿hasta dónde se puede llevar la pasiva credulidad de las poblaciones?

Anoté: consecuencias políticas, porque son efectos sobre las sensibilidades y los modos de conocer, los procesos de reconocimiento de otres y la discusión sobre lo que ocurre. Sin ese modo encarnado y tramado con otras personas, ¿qué nombramos política? ¿la agencia de un conjunto de especialistas que aparecen separados en su función y, en tanto extraídos de ese entramado común, sujetos del juicio de la eficacia? Y ese juicio será de eficacia cuando es favorable, y de parasitismo innecesario para quienes cultivan la crítica antipolítica. Pero la política es conflictividad y acción en lo común, construcción de hacer colectivo y querella por el sentido de la vida en sociedad. Es reconocimiento de lo común, de la común pertenencia.

Y ahí la importancia de los ritualitos, que aún persisten en las grandes conmemoraciones. Vale recordar el velorio de Diego Maradona y ver las muchas fotos que circulan, la acumulación de escenas en las que el gesto personal se anuda con el de muches otres y en ese anudamiento se encuentra una cofradía. O el festejo del cumpleaños de Charly García, que anudó el decir de cada quien, una escucha masiva de su música y actos culturales en lugares centrales. Festejamos en conjunto y duelamos en comunidad. Algo nos pasa en esos actos, que nos permiten reconocernos en el amor y en el dolor.

Hace algunos meses pude visitar a Milagro Sala, presa en su casa. Le llevaba un libro de edición única, surgido de una campaña de cartas y obras de arte que muchas personas le enviaron para acompañar su situación. El libro era muy bello, con su tapa bordada a mano, realizado por una compañera que en los mismos días agitaba las protestas por la ley de humedales. Milagro se emocionó y charlamos durante tres horas, en una conversación que rememoro muchas veces. En uno de sus tramos, me contó sus ritualitos: desde encender el fuego con las comadres para contarle al fuego lo que no nos animamos a decir a otres, hasta saludar al Inti sol y a la Killa luna cuando aparecen. Narró la importancia de hacerlos para su vida pero también transmitió, aconsejó, entusiasmó. En la cárcel había reforzado su apego a las ceremonias, porque en cada una se reencontraba con la comunidad ausente, con los abuelos y abuelas, con lxs vivxs y lxs muertxs. En algún momento dijo: no importa que vivas en un departamento ni con quiénes, siempre podés volver a saber quién sos si te paras frente al sol que nace, te dejas respirar en todo el cuerpo y evitas que nadie te encierre en un único pensamiento.

La comunidad no es solo la que está en presencia física, es también la que habla en nuestra lengua, colabora en nuestros esfuerzos, existe en nuestra memoria. Por eso el ritual la activa, aún cuando lo realicemos a solas. Pero se podría decir que esas son las situaciones de excepción de los ritualitos, que para ser vividos en su plenitud, en su dimensión vivificante, deben actualizarse con otres. Toda conmemoración lleva sus rituales y también sus narrativas: durante más de medio siglo muches festejamos que un 17 de octubre una movilización plebeya le cambiaba el rostro a la política argentina, y desde hace cinco años, le agregamos a esos días la memoria del primer paro nacional de mujeres un 19 de octubre, porque esa otra movilización feminista también produciría transformaciones fundamentales.

Volver a habitar las instituciones públicas, como las universidades, encontrarnos en esos pasillos en los que se vive la heterogeneidad también en lo que tiene de conflictiva, narrar los hechos en los que nos reconocemos -también los duelos que nos reúnen en un presente signado por la pandemia-, recoger el guante de un escenario inédito de problemas, conjurar con rituales y ritualitos la soledad y el miedo de cada quien, hacer circular el saber contra la producción de falacias, agitar una cultura del reencuentro para pensar que los cuidados deben ser también prevenciones contra el encerrarse en un único pensamiento, todo eso es imprescindible para salir de esta considerable y dramática catástrofe global.

María Pia López

 

 

24/11/21