POR MARÍA PIA LÓPEZ.

 

Una amiga protesta contra la expresión mundo virtual. Sostiene que la palabra mundo, que remite a la copresencia con otres, a ese tejido del que somos inseparable parte, no corresponde para tratar este tipo de coexistencia, signada por la distancia. Y el uso de las palabras anteriores, las palabras acuñadas para dar cuenta de la presencia en el mundo, con el agregado del adjetivo virtual, no harían más que evitarnos el pensar la dimensión brutal de la transformación, lo que acarrea de angustia y de innovación. Si decimos reuniones virtuales, clases a distancia, teletrabajo, estamos diciendo algo bien distinto a lo que llamábamos reuniones, clases, trabajo.

¿Cómo se modifican nuestros trabajos en la distancia, cómo enseñamos en situación de aislamiento, qué supone nuestra vida cuando se despliega sin los vínculos con quienes no son convivientes, qué es cada cuerpo sin abrazos esperados y roces inesperados, qué es la política sin calles? ¿Qué es el mundo cuando estamos encerrades? Ante la cerrazón de los espacios físicos tenemos la amplitud de las pantallas y a nuestra extrema situación (estamos en algún lugar) se la combina con el don de la ubicuidad. ¿O no hemos intentado, cada quien, estar en dos reuniones al mismo tiempo? ¿Y qué hacemos con nuestros sentidos reducidos a la visión y con las personas convertidas en imagen plana y el desfasaje temporal entre movimiento de la boca y sonido?

Reconocer las diferencias no es solo la movilización de un sentimiento de melancolía, también es preguntarnos por qué aprendimos sobre nuestros quehaceres en este shock del aislamiento. Qué aprendimos -unas semanas atrás Mariana Luzzi publicó en esta misma sección una reflexión fundamental sobre dar clases virtuales, sobre el modo en que se tejían vínculos y se compartían experiencias-, qué pensamos, qué sabemos que hay de nuevo en ese hacer y no queremos abandonar.

Cuando tenía que comenzar la materia que dictamos, me parecía imposible tolerar la supresión de la presencia, porque sentía que la posibilidad de contagiar un cierto entusiasmo por las lecturas, mostrar un modo de leer críticamente, dar curso al cuerpo a cuerpo con los textos, requería del otro cuerpo a cuerpo que le daba hospitalidad, el que conformábamos con lxs estudiantes. Hubo que pensar mucho y revisar lo que traíamos, también ver cuánto estaba del lado del hábito más que de la necesidad. Un compañero dijo en una zoom-reunión al finalizar la cursada que se sentía mejor docente que antes de comenzar ese proceso y que creía que lo aprendido para realizarlo le servía para la vuelta a las aulas.

Empezaremos un nuevo cuatrimestre, ya confrontades con su realización virtual. Lo que no sabíamos allá por marzo,  lo sabemos en agosto. Sabemos que daremos clases virtuales y que las pantallas mediarán nuestro encuentro con estudiantes. Eso, que en tantos sentidos es menoscabo de lo que llamamos clase, en otros es posibilidad de construir la clase con materiales heterogéneos y poner a disposición de les estudiantes una serie de recursos, de imágenes, de textos digitales, de filmes. La Secretaría de Cultura y medios construyó una suerte de catálogo de producciones realizadas por las distintas áreas: programas de UNI TV, podcast de FM La Uni, propuestas del Museo Imaginario y del Museo de la Lengua, registros de actividades culturales. El catálogo es una suerte de mapa, que permite recorrer lo hecho y pensar si puede ser apropiado también para nuestras labores pedagógicas.

Quizás aprendimos a dar clase de otros modos, quizás no. Pero me interesa retener la imagen del aprendizaje, porque una pregunta que no dejamos de hacernos frente a la pandemia y el aislamiento social preventivo y obligatorio es si aprendimos algo. No en el sentido de cumplir con alguna cartilla de conocimientos prevista -los programas de nuestras materias- sino si hay modos de narrar, interpretar y transmitir un aprendizaje social. Poner a disposición un conjunto de interpretaciones y saberes. Tenemos la impresión de que se han revelado de modo inusitado la vulnerabilidad de cada quien (reforzada por la precarización de muchas existencias), el carácter social de la salida (contra la imagen de un individuo responsable, meritocrático y autosuficiente, aparece con claridad la necesidad de políticas públicas y la organización social de los cuidados), pero también la formidable capacidad de los modos de vida contemporáneos -organizados a partir de la lógica del capital- para poner en crisis las condiciones de reproducción de la vida.

La pandemia y el aislamiento ponen de relieve estas cuestiones, pero como hipótesis que están en conflicto con otras, como enunciados que se rozan todo el tiempo, de modo querellante, con otros. ¿O no vemos en las movilizaciones anti cuarentena la exacerbación de esas afirmaciones de un individualismo que se pretende autosuficiente y sacrificial, porque pregona que no todas las vidas importan porque debería primar la lógica de las más fuertes? En una de esas movilizaciones, alguien llevaba un cartel que decía “cuidarse es peronista”. Y si parece una humorada o una cita del poemario Escolástica peronista de Carlos Godoy (extraordinaria pieza de enumeración del mundo entero como peronista, como si aquello que Borges llamó aleph, el punto donde todo podría ser visto, y que muchxs leen como anticipación de la web, en Godoy es sucedáneo de otro universal, el que lleva el nombre de un movimiento político que hace multitud un nombre propio), pero nos desviamos, decía que aunque parezca humorada se trata de otra cosa: de la comprensión de que los enunciados sanitarios no flotan en el aire, sino que se entraman con las discusiones sobre los cuidados, el estado, lo común. Así como solemos adjetivar “neoliberal” como atajo para evitar explicaciones largas, el adjetivo peronista vendría a cumplir la misma función. Un diccionario es, también, la asunción de lugares comunes, de usos remanidos, pero en estas palabras se ve que cada una condensa capas y capas de discusiones. Palabras que no borraron aún -como decía Antonio Gramsci- su carácter metafórico, su evidencia histórica.

Ante cada catástrofe las sociedades suelen preguntarse si están en condiciones de sacar algunas conclusiones refundacionales, que impidan tropezar dos veces con la misma piedra pero sabemos que no hay que excederse en optimismos porque se ha demostrado que no son ni uno ni dos tropiezos sino unos cuántos más y que es probable que salgamos de la pandemia sin ninguna revisión de las condiciones productivas, económicas, sociales, que fungen de condiciones de existencia para que ella ocurra. Pero sin tener optimismo de ningún tipo, sabemos que llamamos porvenir a un campo de posibilidades que resulta de conflictos, apuestas y antagonismos, y que el modo en que logremos narrar y pensar el presente es parte de la apuesta a un futuro posible.

 

Fotos: Leandro Teysseire

25/08/20