COLECCIÓN COMUNICACIÓN, ARTES Y CULTURA.

 

Silencios y violencias de género. Gerardo Yoel (Compilador). Ediciones UNGS. Colección Comunicación, artes y cultura. Los Polvorines, 2020.

 

Después de años de cautiverio de cuerpos y palabras, las mujeres detenidas/desaparecidas tomaron las aulas, las pantallas y las letras para decir que la violencia sexual es un delito. Debieron voltear un muro de siglos alrededor de aquello “de lo que no se hablaba” para develar el sistema patriarcal con que se escribieron, legislaron y condenaron los delitos en Argentina. No estuvieron solas: la marea de pañuelos blancos, y luego verdes y lilas, que inundaron las calles del país ayudaron a deconstruir el modelo naturalizado y biologista con que se percibían las características de “lo femenino” como se describían las de las razas inferiores.

La compilación de Gerardo Yoel nos pone en un terreno desafiante, de recorridos heterogéneos (encuentros, conferencias, artículos) que, desde la riqueza de múltiples miradas y experiencias personales, discuten en torno a lo que estuvo prohibido por la cultura/política conservadora y silenciado por la vergüenza social “machista”. Así lo registran las historias de resistencia de las mujeres, tanto en el plano de la acción colectiva como en el registro de las leyes argentinas, en el artículo de Lizel Torney. El cuerpo femenino como lugar de punición y de exhibición de poder en los CCD en la última dictadura cívico/militar es el tema de Verónica Álvarez, que se pregunta por qué necesitó tiempo la posibilidad de hablar y de ser escuchadas de las detenidas/desaparecidas. Quizás, entre otras cosas, porque llevó décadas desalojar la injuriosa figura de la “traidora”, que en cambio no se aplicó a los hombres a los que se designó como “quebrados”.  Ana Longoni cuestiona ciertas novelas por el lugar en que ubicaron a la mujer detenida/desaparecida. Las mujeres condenadas que no eligieron estar en ese lugar, dice la autora, son injuriadas por su condición femenina y, así, el sometimiento es tratado como traición. Miryam Lewin da cuenta de numerosas experiencias y del rechazo del poder judicial a reconocer la agresión sexual como delito. El constante requerimiento de exhibir y demostrar la agresión testimoniada solo procuraba la humillación de la mujer y la culpa por no oponer resistencia, indica María Sonderéguer. Una situación similar revelan los documentales sobre el abuso de mujeres en Japón y Corea que describe Lucía Rua.

Los hechos, los nombres y las circunstancias que se exponen en los diversos textos son los instrumentos que vuelven políticas las acciones que fueron soslayadas por el murmullo, las sospechas, y aún hoy el estruendoso silencio que exhibe –en las sombras– el cuerpo de la mujer como prenda de castigo. Es la palabra que logró dar unidad a un reclamo –ancestral– que derrumbó las fronteras partidarias e instaló un derecho político producto de la acción colectiva, frente al denominado delito privado. El camino andado por estas páginas es quizás, como dice Tununa Mercado, “de infinita riqueza encontrada”.

Beatriz Alem