ENTREVISTA.

Dueña de una trayectoria académica y profesional internacionalmente reconocida en el campo de las ciencias de la educación, Graciela Frigerio integra desde hace unos cuantos meses los equipos de la UNGS, donde viene colaborando con los esfuerzos de la Secretaría General por favorecer una articulación cada vez más sistemática y lazos colaborativos cada vez más estrechos con actores relevantes del sistema educativo de la zona. Sobre eso conversó con Noticias UNGS. Sobre eso y sobre la propia actividad de conversar.

– Graciela, contanos en qué estás trabajando en la Universidad.

– Me invitaron a sumarme a un trabajo que la UNGS viene haciendo hace tiempo, que es el de desarrollar su relación con su territorio. En este caso, con dos grupos de actores del sistema educativo: los equipos de orientación y los directores de escuelas. Decidimos ampliar lo que la Universidad viene haciendo con ellos bajo la forma de lo que llamamos “conversatorios”. Conversar. Que es estar dispuesto a desaprender algo, a ser desalojado de una certeza y a tratar de pensar lo que acontece. Sobre todo cuando, como pasa hoy, o pensás lo que acontece o lo que acontece te lleva puesto. Entonces tratamos de construir con estos actores unos tiempos y unos espacios para profundizar algo que no surge de un programa: no son clases ni seminarios ni conferencias, sino intercambios sobre aquello que importa pensar.

– El título es, justamente, Pensar lo que se hace, saber lo que se piensa…

– Sí. Es una expresión de Cornelio Castoriadis, que ha trabajado en la filosofía política y el psicoanálisis. Y estamos tratando de hacer eso. A los directivos les proponemos pensar sobre la vida en las escuelas, poner en juego y volver inteligible algo de lo que se registra, incluso, en el lenguaje cotidiano: “me lleva toda la vida”, “esto no es vida”…: hay una cantidad de expresiones que dan cuenta de que la vida en la escuela justifica detenerse a pensar cómo la experimentan los distintos actores. Con los equipos de orientación nos centramos en la experiencia escolar. Que no es sólo la de los estudiantes, sino la de profesores, directivos, equipos y estudiantes. Y lo que surgió es el problema del sentido: de qué pasó con el sentido. Que también aparece en el lenguaje, en expresiones que revelan que hay algo sobre el sentido que “hace sentido” a quien quiera pensar la escuela: tal cosa “tiene sentido”, se dice, y ahí el sentido aparece de modo positivo, estructurante. Pero otras veces el sentido se expresa en su otro rostro: el de la devastación, la humillación, la vergüenza: “qué sentido tiene estudiar…”. Entonces, se trata de preguntarse sobre todos los sentidos que habitan una institución, que nunca tiene uno solo: ahí conviven múltiples sentidos, muchas veces en tensión. Los conversatorios intentan relevar los problemas que aparecen y plantean después unos ejes sobre los que debatimos, sugerimos lecturas, películas, volvemos a debatir…, buscando despejar esa sensación de sobrecarga que puede llevar tanto a la tentación de la omnipotencia como a su contracara: la impotencia. En ese berenjenal se despliegan nuestras intervenciones. Sobre cada rol pesa un universo de representaciones: sobre los equipos de orientación, la fantasía de que podrán resolver todos los conflictos. Y sobre los directores también: representaciones construidas social, política, escolarmente. Sin omitir que la propia palabra “director” tiene una carga, porque implica una función de pilotaje dentro de la tarea compleja de educar.

– Lo que están haciendo parece buscar legitimar el saber y la experiencia de los participantes de estos encuentros.

– Sí. Porque sobre una universidad pesa una representación. Se supone que ahí hay unos sujetos que han investigado, que son especialistas, y que van a bajar, ofrecer, brindar. Yo no digo que no: ofrecer sus saberes es un compromiso que la universidad tiene, y que la UNGS, particularmente, asume y encarna. Pero también la UNGS tiene la posición, con la que coincido, de que hay un saber en la cabeza del otro. Un trayecto, una experiencia, unas representaciones, unos conceptos, unos saberes, no siempre atendidos. En general alguien viene y dice “hay que capacitarlos”, como si fueran incapaces. O “profesionalizarlos”. Yo trato de rehabilitar más el concepto de oficio que el de profesión. Porque la palabra oficio, que es muy antigua, da cuenta de un modo de hacerse cargo de la producción de lo común, de una responsabilidad política de hacer posible la vida entre todos.

– ¿Qué papel desempeña la universidad en este marco?

– Podría dar una respuesta general, decir que la universidad tiene que hacer docencia, investigación, extensión… Son maneras de describir parte de lo que la universidad hace. Pero pienso también que de la universidad cabe esperar que produzca unos saberes que hagan sentido más allá de lo utilitario. Que hasta puedan parecer inútiles. Porque pensar es poner en jaque los paradigmas hegemónicos, hacerse las hipótesis más descabelladas. Te doy un ejemplo. Uno piensa: deserción, sobreedad, desgranamiento, abandono, y enmarca esas cuestiones en el concepto de “fracaso”. Para cualquier educador son palabras dolorosas. No podés oírlas y sentirte ajeno: el fracaso te comprende. Y esto ya es algo: porque había corrientes que decían que el fracaso era del niño (y algo de eso queda: que no le da la cabeza, no tiene la familia adecuada, vive en el lugar inapropiado, es su culpa). No estoy de acuerdo. Bueno: hacer una hipótesis descabellada sería proponer que el fracaso escolar se debe entender de otro modo. Que el fracaso escolar, digo (y lo puedo sostener), es el mayor logro del sistema capitalista actual, que necesita desplazados, marginales, excluidos. Ahora: el tema es difícil. Si una escuela dice “soy impotente porque soy una escuela de contexto” (antes se decía “de contexto vulnerable”, ahora se dice “de contexto”: ¡como si hubiera escuelas sin contexto!), y si alguien dice “pobrecita la escuela de contexto”, se le pega a la escuela el adjetivo que se daba a los niños: niños pobres, escuela pobre. El problema con los adjetivos es que cuando alcanzan a la política, sonaste: cuando decís “voy a hacer una educación para los niños pobres” hacés una educación pobre. Pobre la escuela de contexto: no se puede esperar nada de ella. Yo digo: esperen, no hay que descalificar a un educador. Una escuela puede estar donde sea, y si hay un educador empeñado en discutir las profecías de fracaso algunos pibes se pueden encontrar con lo que los griegos llamaban kairos: oportunidad. Que no es la igualdad de oportunidades, que es una falsedad hipócrita, cínica, descarada. Si alguien dice “pobrecita la escuela de pobres: ¿qué puede hacer?”, yo digo: no, perdón, se están olvidando que ahí hay unos sujetos capaces de no ser parte de la repetición de lo injusto. La escuela puede hacer lo que Fernando Deligne llamaba un mapa de tentativas. Ahora: esa escuela está inserta en este sistema capitalista y tiene que enfrentar una situación. Por eso digo que hablar de igualdad de oportunidades es hipócrita: no podés hacerle creer a un pibe que porque entró en la escuela, se quedó y hasta salió bien parado de ella va a tener un lugar en un mundo que funciona sobre la base de un 50 por ciento de la población sin nada, “sin parte”… Al mismo tiempo, si te dejás vencer por el estado actual del mundo, chau, no hacés nada.

– Lo que decís atañe también a universidades como ésta. Desde su creación, la UNGS buscó romper con la idea de una universidad pobre para pobres…

– Y eso es lo que me lleva a identificarme con ella: esa tentativa de no plegarse a un orden reproductivo, de generar una pequeña línea donde se pueda trabajar para generar un lugar respirable. Quiero decir: que te haga sentido estar ahí, que te estructure la vida, que te sostenga de pie, que no te basuree ni te tome por idiota ni te reproduzca como imbécil.

– ¿Cuáles son hoy los desafíos de la escuela secundaria?

– La secundaria es donde más hace agua la cuestión del sentido. No basta con hacerla obligatoria, ni con llenarse la boca diciendo que hay un derecho a la educación, si después la obligatoriedad te confronta con lo que Castoriadis llamaba la escalada de la insignificancia. Alguien podría decir: muchas gracias por el derecho, por la obligatoriedad, no me confrontes a esa insignificancia cada vez más tiempo de mi vida. No hablo de la UNGS, que está haciendo la experiencia inédita de discutir buena parte del universo de lo banal, puesto a trabajar como sentido común y vuelto por algunos casi discurso teórico. La escuela de la UNGS se anima no solo a discutir todo un modo de entender, sino a construir un mapa de tentativas con potencial vivificante, un mapa de ofertas de sentidos que pasa por levantar prejuicios, por cuestionar los estilos de relaciones pedagógicas, los modos de entender el gobierno escolar y la relación entre la universidad y las escuelas. Todos los años leemos sobre el ingreso a Medicina en la Universidad de La Plata, y todos los años tenés el mismo titular: la escuela no los prepara. ¿Cómo puede ser que no se nos haya ocurrido preguntarnos nada sobre eso? Yo creo que la UNGS y su escuela se están animando, con mucho coraje, a abrir preguntas que interpelan el formato escolar, construyendo trayectorias que a los pibes les tiente transitar. Esto no es fácil, porque el sentido de la experiencia escolar en la secundaria reúne muchos discursos en boga: la utilidad, la relación entre el saber y el trabajo … No digo que eso no importe: digo que el saber tiene un componente de gratuidad. Querés saber porque te importa, te moviliza, te conmueve. Y te pueden importar cosas que no tienen nada que ver con la empleabilidad. Pero hay un discurso que dice lo contrario, y que parece imponerse como si fuera natural y no político. “Educar para la globalidad, o para volverse competitivo…” ¿Por qué? Después cada uno responde lo que quiere, pero tenés que preguntarte por qué. No cómo: por qué. Y la cuestión del ámbito en el que cada uno creció. Ir a la escuela puede tener un sentido movilizador: ser el logro de un deseo, de una saga familiar, de una obstinación duradera. Pero también puede poner en juego algo que inhiba ese deseo, como el fantasma de una traición: si yo logro esto, ¿no estaré traicionando a mi clase…? Ahí juegan un papel la escuela, la familia y el propio aparato psíquico de cada sujeto, que hace lo que puede con este manojo de variables.

– ¿Cuáles son hoy las representaciones de los adultos sobre los adolescentes?

– Esta es una época en que los grandes no se llevan bien con el tiempo. Soportamos mal que el tiempo pase, y los nuevos, con su presencia, son un recordatorio: cuando llega un nuevo le recuerda a un grande que ha empezado su cuenta regresiva. Hay que dar lugar al nuevo, pero eso no es fácil. Y en eso también el sistema colabora, porque cuando el sistema dice “no hay lugar para todos” también crea una guerra etaria, dificultando lo que Laurence Cornou llamaba la solidaridad intergeneracional. Entonces sobre los pibes se deposita todo: ustedes vendrán a salvar el mundo, qué bueno que llegan, ustedes cambiarán el desastre que hicimos, como dice Hannah Arendt… pero apenas los chicos dicen “Bueno: vamos a ver cómo cambiamos esto”, los grandes dicen “¡No!: porque yo voy a estar desubicado”.

– ¿Y eso se pone en juego en la acción de enseñar?

– El fondo de la enseñanza es la transmisión. No como gesto de pasaje, sino como el volver disponible lo que hay y no impedir que se vuelva disponible lo que aún no está. Educar es recibir y transmitir: ofrecer, no inhibir, no bloquear, no reprimir, no mezquinar.

– ¿Qué evaluación hacés de las políticas educativas del gobierno?

– No me sorprenden, porque la fantasía que operó era el mensaje de que iban a hacer en el país lo que habían hecho en la ciudad. Ahora: había que creerse que estaba bueno Buenos Aires, cuando Buenos Aires no estaba, no estuvo, no está bueno. Sobre la situación nacional… cuando tu propuesta es más control, aunque la disfraces de evaluación, estamos en el horno. No digo que no haya que evaluar. Estamos sentadas acá y vos pensás “me parece bien”, o “estoy en desacuerdo”: me estás evaluando. Vos me haces una pregunta y yo pienso “qué buena pregunta”, o no sé qué: te estoy evaluando. Todos producimos juicios evaluativos. Porque evaluar es eso: un juicio, a veces inadecuado, a veces impertinente, a veces un prejuicio. Suponete: se resuelve poner contraturno. Y enseguida se dice que el contraturno es para los más desfavorecidos: parece un castigo, no una oportunidad. “Te tengo más tiempo en la escuela porque sos pobre”. Cuando además en el contraturno van a hacer más de lo mismo que en el turno, ya sabemos qué es lo que eso produce. No –te dicen–: en el contraturno vamos a hacer lo que la escuela no hace. Entonces vos decís: pará, ¿qué piensan sobre la escuela? A mí no me parece bien decir que vas a inventar una prótesis porque no te animás a meterte con la escuela, y que ahí vas a poner lo que la escuela no tiene, cuando sos responsable de las escuelas. Christian Baudelot dice que en educación lo sabemos casi todo desde hace tiempo, pero que ese saber no ha cambiado nada, porque los que lo tienen han decidido ignorarlo. Entonces se termina inventando dispositivos para decir lo que ya se sabe, encima despreciando la actividad evaluativa de los actores del sistema. Porque la escuela evalúa todo el tiempo: pruebas, lecciones, notas… te hacen repetir, que no pases, te redoblan el turno… Podés decir “tenemos que revisar el modo en que se están construyendo tales o cuales ponderaciones”. Pero no podés hacer como si nunca nadie hubiera evaluado, y poner en duda lo que los profesores evalúan todos los días. Podemos discutir cómo evalúan los profesores: un pibe te puede decir “tengo la nota que tengo porque soy quilombero, no porque no estudio”. A veces se emiten ponderaciones injustas, y podemos discutirlas. Pero no hacer como si no existieran. ¿Qué van a descubrir, y qué van a hacer cuando descubran lo que ya saben?

– Se quiere evaluar a los docentes…

– … y a los alumnos también. Y muchos creen que está bien, porque se va a demostrar que los docentes no saben, o lo que sea: no sé qué quieren demostrar. Ahora: si tenés pibes que se sienten infelices, que se van, que no saben qué hacer, entonces hay algo que pensar. Yo no soy nacionalista. Al contrario. Pero no coincido con desnacionalizar las políticas bajo una globalización que ignora la historia de los sistemas educativos y que no sabe ponderar las cosas. A los pibes les va mal en matemática porque no saben calcular (y esto porque son pobres, viven en cierto contexto, no les da: discursos descalificatorios abundan), pero esos mismos pibes saben sobrevivir a la intemperie, y eso no se hace sin saber calcular. El problema es que no sabemos apreciar ese cálculo. No se pueden hacer generalizaciones descalificatorias. Entonces, si tu política es seguir creando prótesis, y si decís que lo hacés porque la escuela no va, despreciás a los sujetos a los que les tenés que confiar el sistema. Hay un millón de sujetos grandes que tienen que hacerse cargo de 10 millones de sujetos chicos. No podés despreciarlos. Tampoco idealizarlos. Lo que tenés que hacer es arremangarte y buscar eso que en las escuelas, además de prácticas reproductivas, también hay: prácticas que habilitan la emancipación. Las políticas actuales ignoran la historia de la pedagogía y del sistema educativo, y se sostienen sobre un modelo para pensar lo público que es el de las empresas. Y la lógica de las empresas es muy buena para las empresas, pero la lógica de lo público es otra, y no puede sostenerse sobre el eficientismo, la meritocracia y el desprecio.

Brenda Liener

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