ENTREVISTA A JORGE GAGGERO.

Hace un par de meses que el economista Jorge Gaggero, reconocido experto en finanzas públicas y administración tributaria, se ha integrado a los equipos de trabajo de la UNGS. Lo ha hecho para acompañar las tareas de investigación, de formación de jóvenes especialistas en estos temas y de organización de un encuentro sobre la materia que viene ocupando a los miembros de un área particularmente activa del Instituto del Conurbano. Noticias UNGS conversó con Gaggero acerca de los temas sobre los que viene a investigar y a enseñar en la Universidad.

– ¿Cuál es la situación y cuáles los principales desafíos del sistema tributario argentino?

– Nuestra historia fiscal es, en una perspectiva “larga”, breve y muy accidentada. Pero su saldo es positivo. Si nos comparamos con las naciones más avanzadas de Occidente y con las “emergentes” más poderosas (China, India y Rusia, por ejemplo), nuestro Estado-nación es muy joven. Cumplió doscientos años y estamos completando ahora los dos siglos de vida independiente. Hemos logrado construir una fiscalidad bastante madura, un aparato del Estado que recauda y distribuye entre múltiples funciones los recursos tributarios y previsionales. Pese a las graves involuciones sufridas y a los severos déficits que todavía tenemos, Argentina muestra algunos logros que la distinguen de la mayoría de los países de la región: en materia de equidad, por ejemplo. Pero deberán hacerse importantes esfuerzos adicionales para extender y consolidar los avances de los últimos años y solucionar cruciales problemas pendientes. Para ello deberán revertirse a la brevedad posible, si la evolución política lo permite, las políticas regresivas impuestas durante los últimos meses y que muy probablemente se ahondarán y proyectarán hacia el futuro durante, al menos, un período de gobierno.
La historia fiscal reciente implicó un cambio de tendencia positivo muy relevante frente al período previo, del 75 al 2002, de larga y sustancial declinación fiscal. Por un lado, se realizaron reformas en el sistema tributario, apoyadas en gran medida en la creación de impuestos extraordinarios o no tradicionales. Las llamadas retenciones fueron los principales: aportaron más presión tributaria y equidad al gravar las ganancias extraordinarias de las exportaciones en un período de precios internacionales favorables para las commodities que producimos y de tipo de cambio relativamente alto (que la inflación comenzó a erosionar, sin embargo, en los últimos años). A su fuerte aporte se sumó la recaudación adicional que proveyó el impuesto a las ganancias a causa del fuerte crecimiento económico, los altos márgenes que beneficiaron a las empresas y, en alguna medida, la propia inflación. Ambos tributos, ganancias y retenciones, aportaron en conjunto sustanciales recursos adicionales y mayor progresividad, al conformar una nueva familia de imposición a las ganancias “en sentido amplio”. Los tributos sobre el consumo resultaron, a su vez, dinamizados por el aumento de la ocupación, los salarios reales, las transferencias a los sectores más necesitados de la sociedad y la gran extensión de las asignaciones previsionales. Tampoco hay que olvidar la incidencia recaudatoria, en los últimos años, de la propia inflación. En el campo de los recursos de la previsión social se han sumado transformaciones estructurales demoradas e indispensables (la principal, la “reestatización” del sistema previsional) y aumentos sustanciales en los ingresos del sistema.
El “debe” no es menor. Subsisten, en el impuesto a las ganancias de las personas, las desgravaciones que benefician a los ingresos de los más ricos: del decil (el 10%) y en especial el centil (el 1%) más altos de la escala. La estructura de las alícuotas del impuesto personal también los favorece, dado que la tasa máxima (de 35%: igual a la del impuesto sobre las sociedades) es muy inferior a la vigente en la mayor parte de los países con los que Argentina debe compararse. Después de más de tres décadas de democracia tampoco se ha restablecido, salvo en las provincias de Buenos Aires y Entre Ríos, el impuesto sobre las herencias eliminado por Martínez de Hoz, ni se ha reforzado la recaudación patrimonial, en especial sobre la tierra. El atraso histórico de las valuaciones fiscales es un indignante subsidio a los terratenientes que violenta el sentido común y señala la corresponsabilidad de las provincias en la actual situación. Para peor, en un país con muy débil imposición patrimonial, el gobierno acaba de anunciar la posible eliminación del impuesto a los bienes personales sin que se promueva su sustitución por el aumento de los tributos territoriales provinciales, tan débiles.
En este marco, los más ricos logran además poner su patrimonio y sus ingresos a cubierto de la acción fiscal aprovechando las graves fallas en la legislación y la administración tributarias, en un escenario global que facilita sus maniobras de evasión fiscal y fuga de capitales hacia guaridas fiscales aún inalcanzables para la AFIP y sus similares provinciales. La reciente revelación de los “Panamá Papers” ha puesto luz sobre la extensión y perversidad de la “opacidad global” de la que se benefician las empresas multinacionales, las grandes empresas locales y los llamados “ricos globales”, a expensas del crecimiento económico, la creación de trabajo y los Estados de los países del sur del mundo, y con graves impactos negativos sobre la equidad.
En síntesis, las reformas tributarias a encarar en el futuro deberían perseguir mayor eficacia en la gestión –en particular, la necesaria frente a los ciclos económicos–, más equidad, mucha mayor eficiencia en la resolución de las necesidades legítimas de los sectores productivos y un razonable equilibrio federal, hoy inexistente. Las graves cuestiones de la evasión tributaria y la fuga de capitales deberían constituir, además, capítulos centrales del proceso de reformas. Para encarar estos desafíos debería superarse la presente fase de retroceso y encarar luego cambios nacionales relevantes en los planos político-cultural, institucional, normativo y gestional, y también acciones comunes de nuevo cuño y gran alcance en los ámbitos regional y global.

– ¿Qué importancia tienen, para estas discusiones, la globalización, la fuga de capitales y las guaridas fiscales?

– Entre los países del sur del mundo, Argentina muestra un desarrollo temprano del fenómeno de la fuga de capitales. Tras cuatro décadas de persistente flujo de recursos hacia el exterior, la riqueza offshore de origen argentino es, en relación con su PIB, un record en América Latina, que comparte con Venezuela y pone al país en los primeros puestos del ranking global: alrededor del valor de la riqueza creada en el país en un año se acumula en el mundo offshore. Entre 400.000 y 500.000 millones de dólares se han acumulado fuera del sistema económico (más de un 90% de modo ilícito), y el flujo de fuga anual representa casi 5 puntos del PIB, una cuarta parte de la inversión total que se realiza cada año en el país. El arraigo de culturas favorables al incumplimiento fiscal y la fuga de capitales entre los residentes argentinos y las empresas que operan localmente es un dato crucial. Más de tres décadas de democracia no han producido una estabilidad económico-financiera capaz de limitar ambos fenómenos. En paralelo, se han agravado las circunstancias externas más relevantes en estos desafíos: la extensión de la globalización económico-financiera, el retroceso de las facultades tributarias del Estado-Nación y, en particular, la expansión del sistema de las guaridas fiscales.
En el plano interno, se han acentuado también algunas características de nuestra estructura económica y tributaria, y de la gestión fiscal, especialmente dañinas. Por ello el problema de la fuga ha tendido a agravarse y a mostrar impactos cada vez más severos. Entre las características de la estructura económica local hay que destacar la creciente concentración y transnacionalización de las actividades económicas y el peso dominante de la exportación de commodities agrícolas y mineras. Por su parte, la estructura tributaria tiene características que afectan la sustentabilidad macroeconómica y, por esa vía, deterioran las expectativas de muchos agentes, favoreciendo la fuga. El régimen tributario vigente –si mereciera esa denominación– estimula también la descapitalización de las empresas productivas, la expansión desproporcionada de las actividades de especulación y las actividades de baja productividad económico-social como la construcción residencial para las élites, privilegiando un tipo de inversiones de corto “ciclo de negocio” y fuerte vocación hacia las opciones offshore (de acuerdo a la fase del ciclo económico y el político, y a las rentabilidades relativas ofrecidas por las alternativas de negocio, internas y externas). Por último, hay que destacar las debilidades de las administraciones tributaria y aduanera –y, en general, de otras áreas del Estado cuya colaboración resulta indispensable– de cara al combate de los fenómenos de la evasión y elusión tributarias, la fuga de capitales y el lavado de activos.
En cuanto a la marcha de la administración tributaria nacional, tras una evolución muy positiva entre 2003 y 2008 se verificó un “retorno al pasado”: a los períodos de gran volatilidad en sus conducciones, pérdida de profesionalidad e independencia en sus más altos cuadros y de la necesaria “distancia” de las vicisitudes político-partidarias (con el consiguiente debilitamiento de la gestión), cuestiones todas que creíamos superadas. Los hechos más serios han sido los que –hace ya unos ocho años– supusieron la virtual repetición de lo sucedido a mediados de los 90 en la gestión tributaria nacional: la interferencia política en los procesos de persecución de evasores poderosos y el desemboque en moratorias y blanqueos a su favor. La repetición de este tipo de sucesos revela cierta continuidad de cursos de acción contraindicados, en muy diversos contextos políticos y bajo distintos regímenes de política económica. El reciente lanzamiento del tercer “blanqueo” de capitales de las últimas tres décadas y –en particular– la propuesta de permitir que los políticos y funcionarios públicos gocen de sus beneficios, parece confirmarlo.

– ¿Cómo ha evolucionado el nivel y composición del gasto público y qué perspectivas presenta a futuro?

– El nivel del gasto público consolidado (vale decir, de todos los niveles de gobierno) ha aumentado sustancialmente desde mediados de los 90 y se ubica hoy, en términos del PIB, cerca del de Brasil. Su estructura cambió también, pero no parece mostrar aún el sesgo progresivo necesario para avanzar con rapidez hacia un mayor nivel de equidad económico-social y asegurar, a la vez, la estabilidad de los progresos alcanzados. Esto a pesar del aumento sustancial del nivel del gasto estatal durante los últimos años y más allá de los importantes avances alcanzados con la reforma previsional y la introducción de la Asignación Universal por Hijo, las cuales –junto a la estrategia de reducción de la deuda pública neta– han sido a mi juicio las más importantes transformaciones del período 2002-2015. ¿Qué es lo que explica las limitaciones distributivas de la asignación del gasto público características de este período? Varias cosas. Primero, el peso de los servicios de la deuda externa, a pesar de la fuerte quita y las adecuadas condiciones obtenidas por el país durante la década pasada y la correcta política de desendeudamiento posterior. Segundo, las abultadas transferencias a empresas privadas y los subsidios orientados a sectores sociales que no los necesitan. Tercero, las ineficiencias y “filtraciones” en la inversión pública. Cuarto, el alcance limitado y la insuficiente progresividad en el suministro de “bienes públicos”, incluso después de alcanzarse altos niveles de gasto en términos de PIB (por ejemplo en educación y salud). Quinto, la baja eficiencia general del aparato de gestión estatal, así como las limitaciones políticas en el funcionamiento de los tres poderes del Estado, en especial del Poder Judicial. Sexto, las propias debilidades y desvíos en la gestión de buena parte de los programas sociales. Más allá de todo eso, lo cierto es que los indicadores de equidad mejoraron en Argentina durante este período.

– ¿Qué escenarios se plantean a partir del acuerdo con los fondos buitre?

– A fines del año pasado los argentinos estábamos convencidos de que estábamos terminando el segundo ciclo histórico de endeudamiento, iniciado en 1976 y resuelto en lo sustancial con las exitosas reestructuraciones de 2005 y 2010 y una consecuente política posterior de desendeudamiento, es decir, un firme compromiso, hasta entonces cumplido por el gobierno nacional, de no recaer en los clásicos ciclos de endeudamiento público que tanto daño habían hecho en el pasado. El cumplimiento estricto –quizás “demasiado” estricto– de tal compromiso pudo verificarse en la drástica reducción del nivel de endeudamiento neto medido en términos del PIB y la posterior estabilidad de un reducido cociente deuda/PIB. Según el “relato” del nuevo gobierno nacional, estábamos equivocados: nunca habíamos salido del default de fin de 2001, y era la “nueva” política económica la que permitiría, ahora sí, superar la crisis, acceder a los mercados financieros internacionales, ser felices y comer perdices. Con este argumento se propuso a principios de este año un “arreglo” muy costoso y humillante para cancelar una porción marginal de la deuda externa tomada por el país antes de 2001, en manos de fondos buitre y tenedores de deuda no reestructurada. Todo ello sin confesar con claridad al pueblo argentino que lo que se busca es iniciar un tercer ciclo largo de endeudamiento externo como el modo fácil de “huir hacia delante” de un gobierno nacional sin políticas ni estrategias distintas de la redistribución regresiva del ingreso y la “liberación” de “los mercados” de normas y regulaciones molestas. Gobiernan en el área económico-financiera especialistas en hacer uso personal y empresario eficaz de las oportunidades que ofrece la globalización. Sobre todo, de las “facilidades” que brindan los mismos bancos transnacionales que colocan en el mercado internacional nuestros “bonos soberanos”. De un lado, intermedian con los títulos de deuda; del otro, se llevan las divisas que ingresan a través de la evasión, la fuga y el lavado que ellos mismos administran a nivel planetario. Parece pues seguro que, en las presentes y previsibles circunstancias nacionales y globales, gran parte de lo que tomemos prestado fuera se lo llevarán de inmediato, mientras no podamos obturar esas vías de evasión, fuga y lavado y definir e impulsar a la vez, como país, un proyecto de reconversión productiva de mediano y largo plazo que permita que obtengamos dólares de modo legítimo y por la vía que corresponde: la del trabajo y la exportación de productos y servicios competitivos, que empleen trabajo nacional calificado. No se conoce ningún plan estratégico del gobierno nacional a este respecto. Sí nos ha puesto a discutir “arreglos” financieros de corto alcance y “blanqueos” de capitales. Los hechos y los signos nos indican que estamos siendo conducidos, hasta tanto no se verifique una reacción político-institucional eficaz, hacia el tercer ciclo largo de endeudamiento externo de nuestro país. Éste ya está insinuando importantes cambios en el corto plazo: una estimación de la evolución del endeudamiento externo con privados realizada por el centro de estudios CIFRA, en su Informe de Coyuntura 19º, la ubica en casi u$s 48.000 millones hacia fin de este año, cerca de un 20% del PIB (un nivel casi tres veces más alto que el registrado al asumir el actual gobierno). A mediano plazo CIFRA no ve mejor perspectiva, estimándola en un mínimo de un tercio del PIB hacia el fin de este mandato presidencial: cuatro veces y media más que en el inicio. El primer ciclo histórico de endeudamiento externo duró 124 años: de Rivadavia al primer gobierno de Perón; el “segundo”, 40 años: del inicio de la última dictadura hasta fines del año pasado. Si no hubiera una eficaz reacción político-institucional (en esto el Congreso Nacional y los gobiernos de la Provincias tendrán una responsabilidad crucial) el tercero –que ya ha comenzado– puede tener también una larga duración, difícil de estimar. Lo que sí parece seguro es que los daños políticos, económicos y sociales que podría provocar serían muy graves y difíciles de revertir.

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Un debate necesario