MENOS DERECHOS, MENOS INCLUSIÓN.
El Plan de Finalización de Estudios Primarios y Secundarios para Jóvenes y Adultos (FiNES) surge en 2008, en un contexto en que se establece por Ley 26.206 la obligatoriedad de la educación secundaria. Al momento de puesta en marcha del plan casi 42% de la población entre 18 y 60 años (unos 5,5 millones de personas) no había terminado el nivel secundario. La Ley concebía la obligatoriedad de la educación secundaria, en primer lugar, para el propio Estado, que debía expandir la oferta de este nivel a toda la población, en todo el país y en los distintos contextos. El FiNES venía a cubrir una deuda que el Estado tenía con quienes, por distintos motivos, no habían podido finalizar la escuela.
Desde hace unos meses se multiplican las noticias sobre cierres de sedes y cursos del FiNES, tanto en la Ciudad de Buenos Aires como en distintos lugares de la Provincia de Buenos Aires. Estos cierres se inscriben en lo que parece ser una política más general de desguace en las ofertas de educación de adultos, dado que también se han denunciado cierres de cursos en las secundarias de adultos y bachilleratos populares. Para quien lo analice en el marco aún más amplio de retracción de derechos para quienes menos tienen característica de las políticas del actual gobierno, resulta evidente que existe un cambio en la concepción tanto de las políticas sociales como de los sujetos de las mismas.
Por un lado, hay una clara intención de extirpar de las políticas sociales la idea de garantizar derechos para volver a ubicarlas en un paradigma asistencialista, donde el mérito se impone como centro del acceso a los bienes públicos y los derechos ciudadanos. En el mismo sentido, no se considera que contextos distintos del escolar puedan ser espacios de aprendizaje.
Esto dispara al corazón de la oferta propuesta desde el FiNES, cuyas clases podían darse en centros barriales y comunitarios, acercando la escolaridad a quienes no llegaban a las escuelas o a quienes habían sido históricamente expulsados de estas. Por eso, las organizaciones sociales dejan de ser interlocutores, limitándose la relación a la vinculación “uno a uno” entre los individuos y el Estado, y desarticulando, al mismo tiempo, la demanda colectiva y organizada por el acceso a derechos.
Así, los derechos se vuelven un beneficio o una concesión, que solo se otorgan a quienes –individualmente– los “merecen”. Este cambio no solo releva al Estado de ser el principal garante del derecho universal a la educación secundaria, sino que desplaza la responsabilidad del no cumplimiento a la propia población destinataria, que pasa a ser la única responsable de no completar su educación formal.
También desde una mirada asistencialista, el sujeto es concebido desde la carencia, y no desde la capacidad. No importan sus conocimientos y habilidades previos, sino que es vuelto al lugar pasivo del beneficiario, donde lo define únicamente el hecho de no contar con los estudios secundarios. En lugar de ubicar a los sujetos en calidad de demandantes o acreedores de un derecho que debe ser garantizado, en primera instancia, por el mismo Estado, se los pone en el lugar del déficit, definiéndolos como individuos aislados, y por aquello que “no tienen”.
Desde esta perspectiva, el sujeto es el responsable de su situación de exclusión, invisibilizando las condiciones sociales, políticas y económicas que han generado un contexto que ha dejado –y deja– a grandes porciones de la población por fuera de la escolarización formal obligatoria. En síntesis, avanzar en el cierre de programas como el FiNES, que acercan derechos a los sectores más pobres de la población, sin dudas se inscribe en un “cambio”, que implica un retroceso no sólo en el sentido de las políticas sociales, sino en la propia concepción del sujeto de derecho.
Mariana Melgarejo
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