ENTREVISTA.

Hubo un tiempo en que la juventud pudo ser pensada como un divino tesoro. Hoy eso parece haber quedado atrás. Desde el debate mediático hasta la formulación de políticas públicas, de la charla de café al diagnóstico académico, la juventud parece encarnar, como víctima pero sobre todo como victimaria, todos los males de la época. En diálogo con Noticias UNGS, la educadora Débora Kantor desmenuzó estas tendencias y propuso una serie de claves para construir otra mirada sobre los jóvenes y sobre las intervenciones que a ellos se dirigen.

 

¿Qué hay de nuevo, viejo?

Que las nuevas generaciones encarnen lo desconocido, que desde la perspectiva de los adultos ellas sean lo que no se comprende, e incluso lo que se vuelve insoportable, es un rasgo que en sí mismo no tiene nada de novedoso. Representar el desafío al orden establecido, transgredir códigos y convenciones sociales es y ha sido la marca distintiva de las juventudes. El problema, dice Debora Kantor, “es que ahora hay una percepción de oscuridad, de peligro, donde los jóvenes son víctimas o victimarios, o están en riesgo o nos ponen en riesgo. Y yo creo que hay algo muy hipócrita allí, que no podemos terminar de denunciar del todo”. La raíz de esa hipocresía, señala la investigadora, está en que mientras los rasgos juveniles son aquellos a los cuales hoy todo adulto aspira (o los que aspira a conservar), “la juventud es marcada como descarriada, como el origen de todos nuestros males.” En ese sentido, continúa, no se trata de negar aquellos fenómenos que efectivamente son nuevos y tensionan las relaciones entre adultos y jóvenes: “la sociedad cambia, los tiempos cambian, las prácticas culturales cambian, y los adultos también cambian. El asunto es no cambiar en un sentido tal que solo culpabilice, victimice, exija a los jóvenes todo, pero no ofrezca puntos de apoyo ni figuras medianamente firmes.”

Entre las múltiples expresiones de esta identificación de la juventud, y en particular de los jóvenes de sectores populares, como las nuevas clases peligrosas, se destaca la consagración del rótulo pseudo-estadístico de los jóvenes “que no estudian ni trabajan”. Repetida hasta el cansancio como condensación del carácter desviado de buena parte de la juventud contemporánea, esa etiqueta no sólo desconoce deliberadamente prácticas y responsabilidades a las que se consagran algunos de aquellos jóvenes que no se insertan aún en el mercado de trabajo ni permanecen en el sistema educativo –como por ejemplo, el cuidado de sus hijos–, sino que sobre todo, como recuerda Kantor, equivoca sus preguntas de base. “Se nos ha impuesto una serie de categorías en torno a las cuales hay que pensar la juventud y sus problemas: los ‘ni-ni’, el embarazo adolescente, el consumo problemático de sustancias, que yo creo que sin duda son asuntos que reclaman de algún modo la atención. El desafío es poner allí otras coordenadas para pensarlos. Porque uno podía decir que ‘ni-ni’ es en realidad que la sociedad ni les da trabajo ni les da para estudiar, pero resulta que en ese rótulo la situación está expresada casi como una elección de los jóvenes”.

 

¿Mejor prevenir?

Una de las consecuencias que se derivan de estas visiones sobre la juventud es la formulación de políticas públicas predominantemente estructuradas en torno de la prevención. “Cada acción que se inicia con adolescentes y jóvenes hoy parece que tiene que tender a evitar algo. Entonces, si trabajás con pibes y pibas de los barrios o de sectores relegados, no podés plantearte otra cosa; o si querés trabajar responsablemente pareciera que tenés que empezar haciendo talleres de prevención de todo flagelo de la época”. Desde luego, existen experiencias que muestran que otra mirada es posible, advierte la investigadora. Y son precisamente las que logran sustraerse a esos mandatos preventivos, “que proponen actividades deportivas, o ficción, y no solo reflejar en alguna producción artística alguna campaña en contra de algo; entonces van por otro lado, permiten que chicos y chicas también tengan la percepción de otros horizontes, la experiencia de otros tipos de producción, de formas de estar en el mundo que no sea mostrando que no son eso que se dice que son.”

 

Afuera de la escuela, y también adentro

Cuando estas experiencias trascienden las fronteras de los territorios en los que se despliegan y llegan al conocimiento de un público más amplio, muchas veces gracias al trabajo de investigadores como Kantor, se advierte que son proyectos que transcurren en espacios diversos (barrios populares, clubes, bibliotecas, asociaciones civiles), pero habitualmente al margen de la escuela. Ello no significa, sin embargo, que la institución escolar no pueda desempeñar un rol importante a la hora de construir otras perspectivas sobre los jóvenes, que son ante todo otras perspectivas sobre la sociedad y sus problemas. Como recuerda la entrevistada, si hay un escenario por fuera de la familia donde siempre se desarrolló la confrontación entre generaciones, es sin dudas la escuela secundaria. “Pero hoy esa confrontación tiene otras notas: con la cultura, la práctica, los códigos, las formas de estar en el mundo de los chicos y las chicas. Sabemos además que últimamente, y afortunadamente, han ingresado a la escuela secundaria pibes y pibas que no eran el público para el cual la escuela se creó, y eso genera otro tipo de tensiones en el formato, en el contenido, en la cultura escolar”.

Ahora bien, prosigue Kantor, “aunque la escuela secundaria con ese formato que todos conocemos siempre nos parece que no da más, sigue siendo un lugar donde lo intergeneracional cumple una función, hace algo por la inclusión en la cultura, por la posteridad, por el lugar de referencia.” Y agrega: “No somos pocos los que seguimos pensando que las figuras adultas son figuras relevantes para incorporar a los nuevos a la cultura, para que ellos hagan de la sociedad otra cosa. Hay algo allí de la trasmisión, de la preservación, que –no importa con qué sectores sociales estés trabajando– yo creo que es importante sostener. Hay que reparar, me parece, en que lo importante es cuánto, cómo y a través de qué podemos enriquecer hoy por hoy las propuestas (los trabajos, las clases si se trata de la escuela, las actividades extraescolares en el contexto que sea), y que esas son herramientas para el futuro. Crear contextos donde sean importantes y necesarias ciertas normas, donde haya que discutir cosas, donde los chicos y las chicas tengan espacio para tomar decisiones colectivas.”

Las reflexiones sobre la juventud y los desafíos que ella representa para el sistema educativo suelen detenerse en el borde de la escuela secundaria. La universidad, donde cada vez más jóvenes continúan sus trayectorias de formación, parece estar exenta de los problemas con los que a menudo ellos son asociados en otros escenarios de la vida social. Como si el simple hecho de llegar a la educación superior convirtiera en adultos a quienes meses antes eran vistos como (problemáticos) adolescentes. Esa percepción tiene una historia, que, como recuerda Kantor, “responde a modelos anteriores, donde quizás sí podía identificarse al estudiante universitario con quien ya tenía más o menos la suerte echada, en el sentido de un camino claro hacia la emancipación. El estudiante universitario es alguien que se está formando, va a tener una profesión, va a procrear, a tener su familia, a tener su casa; es un adulto joven. Pero no es así la vida ahora; tampoco para el adulto. ¿Quién tiene acaso el trabajo asegurado, la familia estable por el resto de la vida, la vivienda propia? Entonces hay que resignificar todo para la figura adulta, y cómo esto impacta en los que ingresan a la universidad y en cómo se los mira.”

 

¿Y en la Universidad?

Esa reflexión es todavía una asignatura pendiente en la universidad. ¿Quiénes son los jóvenes que recibimos en nuestras aulas? ¿Cuáles fueron sus recorridos formativos y personales antes de llegar a la universidad? ¿Cuáles son sus expectativas respecto de ella? ¿Y qué espera de ellos, a su vez, la institución? Identificar desde la autoreflexión docente e institucional esas expectativas, formalizarlas, confrontarlas en su pluralidad (porque sin dudas no todos los docentes esperamos lo mismo de los estudiantes ni vemos lo mismo en ellos) es quizás un primer paso para dar esta discusión necesaria. Una discusión cuyo eje debería estar en el tipo de herramientas cognitivas, académicas y experienciales que la universidad puede y debe brindar a sus estudiantes, más que en las habilidades y conocimientos que espera que aquellos traigan ya consigo. Un debate que, sin renunciar a la crítica de las limitaciones del sistema educativo del que los estudiantes universitarios provienen, pueda privilegiar la reflexión sobre los modos de fortalecer un marco institucional en el que se enriquezcan las posibilidades del presente, para poder brindar herramientas para el futuro.

Mariana Luzzi

 

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