HOMENAJE AL PROFESOR JOSÉ PABLO MARTÍN, POR DANIEL LVOVICH.

José Pablo fue uno de los pilares fundamentales en la construcción de nuestra Universidad. Será necesario emprender un trabajo sistemático para poder honrar en su justa medida el enorme valor de su entrega y la magnitud de sus aportes y contribuciones. También fue José Pablo un extraordinario profesor de filosofía –lo atestiguan todos aquellos estudiantes que han tenido la suerte de atravesar algún momento de la historia de nuestra disciplina llevados de la mano por su erudición, su inteligencia y su humor. Y ha sido también un colega queridísimo y respetado por todos.

La muerte nos deja ,a poco tiempo de su irrupción, imágenes que son apenas los emergentes visibles de poderosas emociones y afectos grabados en nuestra carne. La voz de José Pablo –su cadencia particular, manifiestamente labrada por la obra del pensamiento– y también el entusiasmo, donde aquella rigurosa métrica se distendía unos instantes antes de volverse a tensar, son dos imágenes que quiero recordar.
La voz es la más inmaterial de las partes del cuerpo. Y mucho más que cada pieza de la anatomía convencional, ella es única, portadora de lo estrictamente personal e irrepetible. Son estas las pruebas irrefutables de la cercanía entre la voz y el alma. Por esto es que en cada voz que uno escucha se entrevé también la soledad y el trabajo en que consiste ser sí mismo, la bienvenida carga que sin embargo uno no ha escogido.

Se podía oír en él que hablar es pensar… si se diese voz a la Filosofía seguramente la de José Pablo habría de ser una de sus voces necesarias.

La voz de José Pablo exhibía de un modo ejemplar este trato entre la materia y la inasible interioridad indeclinablemente personal de la vida. Era la voz del hombre pensante que, haciendo pie en el abismo, emergía a la luz solo y únicamente después de haber recorrido el laberinto lleno de condiciones y objeciones que el cuerpo, todos los cuerpos y el mundo ponen al alma, y de negociar con ellos –luego de batallas agotadoras– alguna solución racional o al menos alguna salida razonable. Debido a este trabajo constante del hombre que piensa, la cadencia de la voz de José Pablo era inconfundible. Las palabras notablemente precisas, las frases perfectamente rigurosas y controladas llegaban tras las batallas en ráfagas vacilantes y entrecortadas. Así, quien escuchaba sus palabras no solo comprendía exactamente lo que decían sino también el precio pagado por su conquista y la profundidad de donde emergían. Se podía oír en él que hablar es pensar. Me encantaba escucharlo y siempre consideré que si se diese voz a la Filosofía seguramente ésta, la de José Pablo, habría de ser una de sus voces necesarias.

Recuerdo también cómo esta mesura y esta métrica rigurosa conquistadas por el pensamiento eran desbordadas a veces por la emoción ante un descubrimiento intelectual. En el 2001 presté a José Pablo un ejemplar del último libro de Michel Henry: Yo soy la verdad. Por una filosofía del cristianismo. Me interesaba enormemente la opinión de mi admirado colega filósofo que además era un profundo conocedor de la teología cristiana. Tres semanas después del préstamo, en el Campus, escuché una fuerte voz que provenía desde unos cien metros de donde yo me encontraba: era José Pablo que corría a través del césped en mi dirección dando pequeñas zancadas. José Pablo corría, y corría como nunca lo había visto ni imaginado antes. Traía, para devolvérmelo, el ejemplar del libro en una de sus manos y al acercarse escuché su voz que reía excitada y que casi gritaba: “Es un nuevo gnosticismo! Un nuevo gnosticismo!”.
Guardo su querida voz pensante como una voz de la filosofía.

Mario Lipsitz (ICI)

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