ANIVERSARIO.

El 25 de marzo se cumplieron 40 años de la desaparición de Rodolfo Walsh, y en su recuerdo se multiplicaron lecturas públicas, homenajes, exposiciones e intervenciones callejeras. El gran narrador y periodista, y sobre todo el militante, concibió su “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar” como un recurso último frente a los crímenes de la dictadura, tres meses antes del primer aniversario del golpe de 1976. Conmociona hoy leer los primeros párrafos, acaso porque acostumbramos detenernos en la imputación de que esos crímenes fueron producto de una deliberada planificación. Al principio de la carta se lee la huella de la dictadura sobre el propio Walsh. Los crímenes se perpetran contra la clase trabajadora, contra los intelectuales y contra cualquier forma de disenso, y lo hacen día a día irrumpiendo en los domicilios, censurando, secuestrando y asesinando, pero el autor denuncia a los dictadores por la muerte de “amigos queridos” y por “la pérdida de una hija que murió combatiéndolos”.

En la “Carta a Vicki”, escrita el día que María Victoria Walsh, oficial de Montoneros, perdió la vida en combate, Walsh se dirige a su hija con orgullo y dolor y revela un sueño premonitorio: “Anoche tuve una pesadilla torrencial, en la que había una columna de fuego, poderosa pero contenida en sus límites, que brotaba de alguna profundidad”. En la posterior “Carta a los amigos”, Walsh reconstruye esa muerte. La imagen de una profundidad destructora es, tres meses después, la de una quieta desolación. A la hora de comprender el camino de su hija sólo resta transmitir a otros el orgullo al que se afirma. La escritura es un oficio violento, pero en la urgencia de esos años, en que a menudo ni siquiera es posible escribir, debe al menos transmitirse la memoria de los acontecimientos
Como nadie, Walsh honró su palabra, y si esa palabra era producto de la exactitud y la rapidez, dos cualidades que recomienda a todo periodista en 1959, no sería desacertado decir que esa herramienta era el arma más temida por los genocidas. Con los juicios a los responsables de su secuestro pudo saberse que la Marina había definido en el escritor un objetivo militar desde tiempo atrás, y que incluso sabían que trabajaba en un documento importante. A la par que se había propuesto terminar la Carta para el primer aniversario del golpe, Walsh desea regresar a la ficción y trabaja sobre el relato “Juan se iba por el río”, concluido el mismo 24 de marzo. Que el cuento permanezca desaparecido es un registro de una tragedia sin fin.

Walsh honró la palabra escrita. Prefería ese “violento oficio” a ningún otro. Por la necesidad de la palabra, muy tempranamente, es llevado a través de las contradicciones políticas. Basta leer la crónica de homenaje a los militares que murieron durante el golpe de 1955, “Aquí cerraron sus ojos”, y seguidamente el texto de denuncia que da nacimiento a una nueva conciencia, “Yo también fui fusilado”, una de las piezas previas a su fundamental Operación masacre. Fue su gran capacidad de interpretar la realidad y de abismarse en sus aspectos marginales lo que abrió el camino de su producción y le permitió trazar una estrategia comunicacional para enfrentar la dictadura. En los escritos políticos de los últimos años, Walsh se propone más que denunciar la represión. Quiere desmontar los mecanismos de control y dominación, que son previos a la represión: el crimen empieza con el plan, los ideólogos, los civiles. Ese diagnóstico tiene sorprendentes marcas precursoras en su trabajo como editor del semanario de la CGT de los Argentinos. En el primer ejemplar, Walsh coescribe con Raimundo Ongaro el “Programa del 1º de Mayo”. Allí denuncia que el crimen mayor de la dictadura de Onganía, la destrucción del aparato productivo, la pérdida de derechos y el sometimiento de las mayorías a la miseria, tiene su fundamento en los monopolios.

La idea de un monumento de la cultura no debería ser la de una imagen concluida y monolítica, sino más bien la de una oportunidad de volver a pensar. En una época en que se espera de los universitarios que sean optimistas y entusiastas y que renuncien al pensamiento crítico, en que el derecho a estudiar es sometido a una perversa disyuntiva entre elegir y caer, es necesario releer a Walsh y Ongaro, que en su “Programa”, en 1968, afirman: “A los universitarios, intelectuales, artistas (…) les recordamos: el campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra.” La memoria de Walsh, hoy, es una clave para la acción.

Juan Rearte

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